El complejo lenguaje del futbol
Jacques Sagot
Comienzo por evocar a Mijaíl Bajtín. Es cosa que todo académico disecado y embalsamado apreciará. Para citar a Bajtín es preciso aclararse la garganta y asumir una pose similar a la de El Pensador, de Rodin. Aquí vamos. Sostiene el filósofo y crítico literario, que la novela había sido privilegiada, como género literario, por la civilización postindustrial, por cuanto permitía la polifonía discursiva, esto es, la coexistencia autónoma pero recíprocamente fecundante de diversas voces y lenguajes. El del autor, el del narrador (¡atención: no son lo mismo!), el de los personajes en sus intercambios dialógicos, el lenguaje genérico, la reflexión filosófica, el editorial, la información, el estilo indirecto libre (en el que la voz del personaje “contamina” o “coloniza”, insensiblemente, el discurso del narrador), las digresiones de toda suerte, las diferentes perspectivas que se integran al texto, la capacidad de la novela para absorber, digerir, integrar los más disímiles géneros (poesía, drama, relato, ensayo)… Todo lo que Bajtín, en suma, llama “heteroglosia” (del griego: hetero -diferente- y glosia -lengua, idioma-).
Pues bien, el fútbol es como una novela. Admite la interacción de diferentes voces autónomas pero no desvinculadas. Iluminándose los unos a los otros, coexistirán el discurso del más soez pachuco de la gradería de sol, con el del filósofo más encumbrado, y en el medio, las perspectivas del periodista, el locutor, el comentarista arbitral, el aficionado medio, los jugadores, el cuerpo técnico, el cronista deportivo o el vendedor de granizados. Mentes de hondísimo calado estudiaron el fútbol. Pelé, Jorge Valdano, César Luis Menotti, Ernesto Sábato, Eduardo Galeano, Julio Cortázar, Miguel Hernández, Juan Carlos Onetti, Roberto Fontanarrosa, Vázquez Montalbán, Bryce Echenique, Albert Camus, Henry de Montherlant, Roa Bastos, García Márquez, Vargas Llosa, Salman Rushdie, Jean Paul Sartre, Vinicius de Moraes, Rafael Alberti, Ortega y Gasset, Camilo José Cela, Pablo Neruda, Mario Benedetti, Edgar Morin (por mencionar tan solo a algunos de los gigantes que han abordado el tema).
El fútbol como novela, como macronarrativa, esto es, el espacio que acoge esa carnavalesca polifonía bajtiniana… Sin duda, un bello y sostenible concepto. El gran cineasta y escritor Pier Paolo Pasolini decía: “En Italia el mejor poeta es siempre el goleador del año”. Claro que algunas grandes plumas también lo detestaron. Nadie tan enfático como Borges: “El fútbol es una cosa estúpida de ingleses: un deporte estéticamente feo, once jugadores contra once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos”. Me temo que este comentario se vuelve contra el autor, desnuda sus prejuicios y limitaciones perceptivas. Quien va a ver un partido de fútbol no busca, fundamentalmente, una experiencia estética, no busca hermosura: es lo primero que Borges debió haber considerado. Suele ser mezquino, desagradable e injusto Borges, cuando critica y descalifica. Sus deplorables juicios de valor en torno a Maupassant, Mallarmé, Valéry, Proust, Gabriela Mistral, García Lorca, Neruda, Ernesto Sábato y Rabindranath Tagore -entre muchos otros notables- no hacen otra cosa volverse contra él y desprestigiarlo. ¿Por qué ensañarse con tal cantidad de ponzoña contra colegas y artistas tan universales, tan distinguidos? Borges profiriendo sandeces y hablando desde la ignorancia… Pues sí, supongo que también él tenía derecho de hacerlo.
El discurso sobre el fútbol tiende a generar metadiscursos, esto es, discursos en torno al discurso original, y a menudo sucede que los productos de esta inflación discursiva pierdan su vínculo con el hecho futbolístico en soi. En una inversión característica de la postmodernidad, por poco diríase que el fútbol existe para generar discurso, que solo en él cobra pleno sentido: un partido maravilloso que no genere discurso habría fracasado como productor de metalenguajes. A fin de cuentas, el partido deja de ser importante: lo único que cuenta es lo que de él se diga: la opinión de las grandes figuras de autoridad -mejor aun cuando discrepan espectacularmente- como la del más recoleto aficionado. Es importante tener bajo liza esta tendencia. El “discurso en torno al discurso en torno al discurso en torno al discurso sobre el fútbol” puede llevarnos a perder contacto con la realidad, a que la palabra se disipe en las más empalagosas y estériles polémicas, y a perdernos por andurriales completamente ajenos a lo que sucede en las canchas. El texto -el fútbol- se convierte en pre-texto para las más abstrusas cavilaciones.
Como una cultura dentro de la gran cultura -tomada esta en su sentido antropológico: la suma transhistórica y transgeneracional de las instituciones, prácticas, manifestaciones humanas en un momento histórico dado-, el fútbol se enferma cuando la sociedad que lo promueve se enferma. A sociedad enferma, fútbol enfermo. Los campeonatos mundiales de 1934 y 1938, ambos “ganados” por Italia, por decreto de Mussolini y dentro del clima de fanatismo y demencia colectiva que precedió a la Segunda Guerra Mundial, acusaron todas las aberraciones de la década. Hubo en ellos violencia, impunidad, marrulla, amenazas, extorsiones, sobornos, irregularidades de la peor estofa, supremacismo, racismo, el fascismo y el nazismo enseñoreados de una sustancial parte del mundo (la parte que gozaba de mejores índices de educación, la más culta y desarrollada, conviene señalar). La cultura del fútbol reproducirá siempre el clima psicológico, los valores -o antivalores-, la axiología de la sociedad en que está inserta.
Otro caso lamentable: el fútbol colombiano durante los años setenta, ochenta y buena parte de los noventa. Colombia era un narco-Estado, y vivía destrenzada por la guerra entre el gobierno y los carteles de la droga, pero también por la feroz pugna interna entre el cartel de Medellín (liderado por Pablo Escobar, Gustavo Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha) y el de Cali (jefeado por los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela y José Santa Cruz Londoño). Los equipos de Medellín eran financiados por Escobar y sus secuaces, los de Cali por Orejuela y sus acólitos. En medio de la pesadilla de los cientos de carros y camiones bomba, del atentado del vuelo 203 de Avianca en 1989, el asesinato de precandidatos presidenciales, directores de periódicos (el valiente Guillermo Cano, al frente de El Espectador), periodistas, procuradores, fiscales, jueces, policías, investigadores… Colombia se había transformado en un infierno. Y en el terreno futbolístico, árbitros y jugadores sobornados o amenazados de muerte, apuestas clandestinas, resultados convenidos o amañados… era un fútbol profundamente enfermo, reflejo inevitable de la sociedad desgarrada por la crisis de la narcoguerra. La salud social de Colombia mejoró pero no sanó por completo con la muerte de Escobar, acaecida el 2 de diciembre de 1993. Paradójicamente, los años ochenta se cuentan entre los más venturosos para la Selección Nacional, que dirigía Francisco Maturana, con figuras como Valderrama, Rincón, Asprilla, Valencia, Álvarez, Higuita y Escobar (magnífico defensa central asesinado en Medellín el 2 de julio de 1994, presumiblemente porque marcó un autogol en el partido Colombia - Estados Unidos jugado pocos días antes en el contexto del campeonato mundial, generando grandes pérdidas entre los apostadores del narcotráfico). Así que el fútbol colombiano reprodujo, con este asesinato incalificable, la abisal crisis política en que se debatía el país.
El fútbol es un texto, y como tal se nos propone para la lectura, la exégesis, la hermenéutica. Es un lenguaje cifrado. Hemos de aprender a descodificarlo, a descifrarlo. Es tarea más difícil de lo que podría pensarse. Sí, amigos y amigas, el fútbol es un lenguaje. Uno de los más potentes y expresivos jamás inventados. Conviene abordarlo con la actitud analítica que convocaríamos para leer una novela de Dostoievski. Un lenguaje, sí, y además universal. Soy de los que creen que una persona no puede alardear de una vasta cultura sin conocer siquiera los elementos básicos de este deporte, del deporte en general. Atención: la definición de “persona culta” ha variado en décadas recientes. Conviene tenerlo presente.
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