Jacques Sagot
El titán doblegado
Hablo hoy de un hombre al que ya me he referido en dos ocasiones. Y lo hago porque se lo merece. Por fin, a los 106 años de edad, Robert Marchand, el veterano ciclista francés, tuvo que retirarse. El tiempo, el tiempo… ese cirujano de mano excesivamente lenta para sanar los dolores, ese extraño aliado que nos conduce a la muerte, esa flecha disparada por un arquero misterioso, ha por fin doblegado al titán.
Recientes exámenes médicos han llevado a sus galenos a prohibirle el ciclismo competitivo. Ahora tan solo puede ejercitarse un poco en su bicicleta estacionaria. A los 105 años, el plusmarquista estableció récords al recorrer 23 kilómetros en una hora. La Federación Mundial de Ciclismo tuvo que crear dos categorías inéditas para él solo: competidores mayores de cien años, y competidores mayores de 105 años. Estamos frente a un prodigio de longevidad, de voluntad, de amor a la vida. ¿Cómo se mide eso? No se mide. Basta con constatar la disciplina, la entrega, la pasión, el nivel de calorías emocionales de una persona, para saber cuánto ama la vida.
Marchand es testigo de todo un siglo, y buena parte del siguiente. Entre sus primeros, amargos recuerdos, se cuentan los cascos picudos de los demonios prusianos marchando y vociferando a través de su nativa Amiens. Vivió ambas grandes guerras, y asistió al horror de Irak, Siria, Afganistán, Ucrania… Su testimonio del mundo y de la especie humana, ratificado a lo largo de 109 años, es: dolor, dolor y más dolor.
Está triste, el viejo, muy triste. “Me siento desolado: la bicicleta era lo único que me interesaba en la vida”. Yo, como médico, lo hubiera dejado morir a lomos de su Pegaso. Morir con las botas puestas, como el guerrero inclaudicable que siempre fue. ¿Para qué comprarle algunos días más de existencia, si es privándolo de la gran pasión de su vida? ¿No equivale esto matarlo dos veces? Tengan la certeza, amigos lectores: se apagará en cuestión de semanas, si le quitan su amada bicicleta. Como murieron Karajan y Bernstein, días después de que por razones médicas les prohibieron volver a usar sus batutas. Como moriría yo si me quitasen el piano o la escritura.
Marchand, la secuoya humana, abandona el ciclismo. Y es como si con ello se despidiese silenciosamente de la vida misma. En efecto, Marchand murió en 2021, a los 109 años de edad. Será extremadamente difícil batir sus récords. Vivió para probarle al mundo que la vejez no equivale a decrepitud, postración, inercia, una lenta disolución en la nada. Se ganó con toda justicia su sitial como uno de los grandes mitos históricos del ciclismo, al lado de Merckx, Armstrong, Indurain, Contador, Hinault, Anquetil, Fromme, Nibari, Vos, Ebans… primus inter paris de todos estos gladiadores. Con la diferencia de que él batió sus récords pasada la centena de años.
Lo insólito del caso es que jamás fue un deportista profesional. Se desempeñó en toda suerte de trabajos a lo largo de sus once décadas de vida. Fue bombero de París entre 1932 y 1936, profesión que se vio obligado a abandonar por negarse a obedecer. Se mudó a Venezuela en 1947, donde trabajó como granjero de pollos, operador de máquinas y plantador de caña de azúcar. Regresó a Francia entre 1953 y 1957 y luego se fue a Canadá para laborar como leñador, lo que le resultó demasiado difícil. Volvió a Francia en 1960 y trabajó desde entonces como jardinero, vendedor de zapatos y luego comerciante de vinos. Y entretanto, ese divino aguardiente, esa sublime obsesión que era el ciclismo nunca lo abandonó, por fortuna para el mundo. Su caso entra en la esfera de lo legendario, lo mítico, lo arcaico, eso que los alemanes llaman Geschichte, y que ocupa una zona intersticial entre la leyenda y la realidad histórica. Es una figura de la talla de Matusalén: un hombre que a los 106 años de edad todavía era plusmarquista, y que a lomos de su bicicleta se convertía en una especie de criatura híbrida, de cyborg, mitad orgánica y mitad metálica. Un hipercuerpo. Una quimera (cruce de dos especies animales diferentes, como las gárgolas góticas, que tienen segmentos corporales de reptiles, aves o mamíferos).
¡Ah, he aquí una columna que me ha dado gusto escribir! ¡Poder celebrar a un atleta de esta crestería, a un hombre tan profundamente enamorado de la vida –percibida esta como movimiento y constante desplazamiento hacia adelante–! Marchand no era un viejo, sino lo que popularmente se conoce como un “viejazo”. ¡A los ciento seis años, pedaleando cual un poseso, cual si llevase una horda de demonios a la cola, como huyendo en su raudo vehículo de la muerte! Y la burló durante 109 años. Cayó porque tenía que caer: tal es la regla ante la cual no hay posibilidad alguna de anomia, de transgresión. Pero eso no es lo importante. Lo que sí es absolutamente épico es la resistencia que ofreció, lo caro que vendió su pellejo, la moral del guerrero, su avidez insaciable de vida. ¡Veinte hossanas, quince hurras, diez bravos, cinco aleluyas y un sinfín de vítores para nuestro héroe, el invencible Robert Marchand!
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