Lo que estamos perdiendo
Jacques Sagot
En los últimos cuatro campeonatos mundiales hubiera querido ver menos “estrategia”, menos “táctica”, y más talento, más técnica, más inspiración. No soy incapaz de degustar las delicatesen que los técnicos, en el contexto de un juego cerebralizado y anal-retentivo (Freud) nos proponen hoy en día. Sí, claro que puedo comprender ese tipo de “belleza” mal llamada “abstracta”. Pero ¿saben qué? Para gozar de la belleza pura de lo inteligible, del pensamiento desencarnado, y renunciar a lo sensible, lo concreto y lo sensual, mejor me pongo a analizar la partida de ajedrez Karpov – Topalov en Linares 1994. Les garantizo que, si de catar la belleza abstracta de la teoría combinatoria se trata –¡espectacular doble sacrificio de torres de Karpov!– el ajedrez tiene muchísimo más que ofrecernos que el actual fútbol. Quienes ven un partido de fútbol no se embelesan ante los mind games, los gambitos de dama, las variantes Najdorf o las defensas nimzoindias que los técnicos, autoproclamados nuevas vedettes del espectáculo, nos proponen. Seamos sinceros: nadie paga un boleto para ir a ver a Löw, Mourinho, Guardiola o Heynckess exhibir sus planteamientos: ¡pagamos por ver a Messi hacer eso que solo él sabe hacer, y que comienza –bajo la forma del chispazo de genialidad, por definición creativa y transgresiva– justo ahí donde la teoría –en tanto que ciencia de lo previsible, lo controlable, aquello que niega el alea– alcanza su frontera.
Demasiados límites, demasiados guiones, demasiado pizarrín, y ni remotamente el coeficiente de magia que todos tenemos derecho a esperar del fútbol. En lugar de jugar con el alea, los técnicos lo esterilizan, en una gestión de profilaxis, anticipación y asepsia general que minimiza todo cuanto en el fútbol es bellamente imprevisible. ¿Llegará el día en que el fútbol se convierta en una ciencia dura, una especie de álgebra inexorable? Ni siquiera eso: hoy sabemos, gracias a Gödel, que aun la matemática está limitada por los principios de indeterminación, de apertura, de incompletud, de indecidibilidad, y por su incapacidad para probarse a sí misma –ningún sistema cerrado puede hacerlo–. Así que terminaremos, tal parece, con algo bastante menos poético que la matemática. Quien purga la realidad de su componente de incertidumbre e imprevisibilidad, la purga también de toda su riqueza e interés.
Cela étant dit, también comprendo la actitud de los técnicos, considerando la presión a la que son hoy en día sometidos: deben ser autoritarios justamente en la medida en que ya no tienen autoridad. Reinar por el terror: lo propio de los débiles, el método preconizado por Maquiavelo. La autoridad se inspira naturalmente: el autoritarismo se impone mediante el músculo militar, financiero, político o administrativo. Un presidente realmente respetado y querido por su pueblo no tiene que sacar a la calle todos sus cacharros bélicos para sofocar el clamor popular, cada vez que firma un decreto. Disciplina y respeto no solo no son antinómicos: ¡son constitutivos el uno del otro! No hay disciplina sin respeto, y no hay respeto sin disciplina (ello es, a menos de que por equipo se tenga a una banda de forajidos, perezosos y juergueros, pero en tal caso el técnico no puede actuar ni como un déspota ni como un líder respetuoso de la integridad psíquica de los jugadores: ¡simplemente debe renunciar!)
Así que los zurdos, los números diez, los líberos y los punteros natos (los dribladores a lo Garrincha o Di María, no los modernos carrileros, que tanto defienden como atacan, y corren toda la banda) son, tal parece, especies “amenazadas”, jugadores “en Lista Roja”. Iré ahora más lejos. A manera de profecía orwelliana o huxleyana, vaticinaré que el fútbol propenderá cada vez más a producir un tipo de jugador indiferenciado, polifuncional, mecanizado. Los técnicos se inclinarán por aquellos hombres que sean capaces de desempeñar mayor cantidad de funciones, y no por los que sean excelsos en destrezas concretas, especializadas. Cierto que Cafú jamás dribló por la punta derecha como Garrincha, ¡pero corría toda la banda y defendía, cosa que Mané jamás hubiera hecho! De este modo, los equipos privilegiarán la noción del “value meal” o del “value package”: ¡adquiera dos jugadores por el precio de uno! ¿Para qué tener a un virtuoso de los últimos veinte metros, cuando se puede contar con un eficiente –no más que eso– pistón capaz de subir y bajar por su banda? Lo que perderá en excelsitud y distinción, lo ganará en rentabilidad, en polifuncionalidad. Una concepción esencialmente economicista del fútbol. Los jugadores asumirán un perfil cada vez más homogeneizado y pasteurizado. Todo el mundo tendrá que marcar tanto como atacar. Las jerarquías se disolverán. Ya no habrá reyes, solo soldados, oficiosos funcionarios, burócratas del fútbol, tuerquitas y poleas en un engranaje más o menos bien lubricado. Cierto: Pelé, Cruyff y Maradona eran capaces de cumplir con funciones de recuperación cuando las circunstancias lo ameritaban, pero no solían ser sacrificados en este tipo de lid. Para eso había otros especímenes (Gonçalves, Lazzatti, Benetti, Bonhof, Haan, Gallego, Dunga, Buchwald, Gattuso, Makélélé, Gravesen, Essien). Ahora se esperará que todo hombre marque, construya, proyecte, defina, recupere balones, drible, corra por las bandas, llegue al cierre, salga jugando, y –de nuevo, en mi apocalíptica visión de las cosas– pueda desempeñarse como portero si la situación lo demandase. Todos juegan como todos y nadie juega como nadie. El fútbol propende hacia un “monojugador”, “jugador total”, “jugador absoluto” o “protojugador”. Esto borrará las especificidades de cada función. Generaremos legiones de jugadores “burocráticos”, de “futbolistas hormiga”. Con este problema: a fuer de querer hacerlo todo, estos robóticos y atléticamente superdotados gladiadores terminarán por no hacer nada. No, por lo menos, de manera sobresaliente. Es inevitable: lo absoluto –la muerte, la eternidad, el Bien, el Mal– siempre frisa con la nada. Sobre los genios incomparables en sus habilidades concretas, con su estilo singular, prevalecerán los mediocres funcionales, incoloros, indistintos. No será un deporte de individuos (in-dividuo: lo indiviso), sino de glóbulos programados para ejecutar todas las funciones imaginables en cada momento dado. Lo que ganarán en polifuncionalidad lo perderán en esa noción esencialmente estética que llamamos “estilo”, en “caligrafía futbolística”, en distinción del trazo. Tendremos mil Schweinsteiger, y ningún Pelé.
El célebre actor Peter Sellers –el hombre de los mil rostros– dijo alguna vez algo que expresa bastante bien el fenómeno de la muerte del estilo, tal cual yo la percibo en el fútbol mundial: “Por lo que a mí atañe, no tengo personalidad propia del todo. No tengo personaje alguno que ofrecer al público. Cuando me miro a mí mismo, veo a una persona que extrañamente carece de lo que considero ser los ingredientes de una personalidad. Si me pidiesen que me interpretase a mí mismo, no sabría qué hacer”. Y esto lo dice un hombre metamórfico y polimorfo que encarnó frecuentemente a más de un personaje, en cada una de sus cincuenta películas. La observación de Sellers es aplicable al futbolista moderno. En rigor, puede desempeñar cualquier función, pero ello únicamente por cuanto carece de una identidad discernible de la de sus compañeros en el terreno de juego. Pueden hacerlo todo justamente por cuanto no son nadie. Oquedad pura, vacío, ausencia de estilo, de personalidad, de rasgos distintivos. Imposible no evocar la novela El hombre sin cualidades, de Robert Musil. El volante mixto (tipo Rijkaard, Dunga o Matthäus) tiranizará el medio del terreno, acabando con la “biodiversidad” de una zona que se caracterizó, precisamente, por su variopinta fauna. El mediocampista siempre propuso perfiles más acusados, más diferenciados y personales que el defensa o el delantero. Había más variedad entre Charlton, Gerson, Rivelino, Ardiles, Conti, Riquelme o Zidane que entre los defensas y delanteros coetáneos de cada uno de ellos. Bastaba con verlos jugar un minuto, para reconocerlos, tal como con dos párrafos –es una analogía que ya he propuesto– somos capaces de identificar a Chateaubriand, Balzac, Galdós, Proust o Márquez. Eso es justamente lo que vamos a perder… Y no es poco decir, amigos y amigas.
La ética intransigentemente individualista, hedonista, narcisista, relajada y “cool” de la postmodernidad y su apología de la “différence” ha disuelto los vínculos orgánicos de solidaridad y cohesión social, en el mundo occidental. Extrañamente, el fútbol parece nadar a contracorriente de esta Weltanschauung, con su supresión del individuo, y su apuesta por el jugador indistinto, masificado, impersonal. Sospecho que la antinomia es solo aparente, pero a fin de no perderme por andurriales excesivamente ajenos a nuestro tema, me abstendré de explorarla.
En 1930 el fútbol era un juego que generaba limitado interés. En 1950 se convirtió en espectáculo de masas. En 1958, gracias a los juglares de Brasil, se convirtió en arte. En 1970, en los pies de Pelé, Rivelino, Tostao, Jairzinho, Gerson, Clodoaldo y Carlos Alberto, se transformó en obra maestra, en cuerpo de danza, en el Cirque du Soleil. En 1974 mutó nuevamente, y merced a la prodigiosa Naranja Mecánica, devino ciencia. Desde 2006 no es otra cosa que un negocio, una bomba de varilla succionando petróleo, un banco universal, un tenderete de mercachifle glorificado, un generador de maravedís. En suma, un prostituto que trabaja denodadamente para su tiránico proxeneta, y lo baña en oro todos los días de su vida.
Estoy aprendiendo muchísimo, la vida nos sorprende a veces con gue en nuestra existencia, soy afortunada por darme la oportunidad de darme amistad
Me encante, fascina todo lo que escribe. Lo leo todo