La implacable noria del fútbol: solo cuentan el aquí y el ahora
Jacques Sagot
La FIFA opera, hoy en día, como una especia de autocracia. Con un papa: Gianni Infantino, una religión: el fútbol, y una larga serie de divinidades (el fútbol sería, así pues, politeísta). ¿Un papa? Preciso el punto. Más que de papado, cabría hablar, en este caso, de césaro-papismo, un régimen teológico – político en el que el césar controla también la organización eclesiástica, y goza de poder absoluto, por cuanto este es declarado, por principio, de origen divino. La sacralización del poder político, la politización del ámbito sacro: he ahí la esencia del césaro-papismo. Eso por lo que a sátrapas como Stanley Rous, João Havelange y Joseph Blatter atañe.
En la religión del fútbol, cada cinco o diez años, una nueva divinidad viene a reducir a leyenda (lo periclitado, lo obsoleto) a la anterior. ¿Cómo advienen, estos dioses? Según el modelo de las ancestrales cosmogonías de la Antigüedad. Los dioses no son producto de relaciones sexuales, sino de una suerte de clonación teológica de sus progenitores. En el fútbol, más que de genealogía, de linaje o de estirpe, habría que hablar, simplemente, de una vertiginosa sucesión de modas –lo propio de las vanguardias artísticas a partir de fines del siglo XIX–. Es preciso renovar, renovar, renovar constantemente. Tan pronto una mercancía sale al mercado, capta la atención de todo el mundo, enriquece a unos pocos (o unos muchos: es cosa de escasa importancia), y obsolesce. Así pues, cuatro fases: surgimiento, ápex, saturación del mercado, y declive o subducción (la mercancía se sumerge bajo el nuevo producto que llega a reemplazarla). Di Stéfano, Pelé, Cruyff, Platini, Maradona, Romario, Zidane, Ronaldo, Ronaldinho, Messi, Cristiano Ronaldo… Y cada dios se extingue, tristemente, al morir el culto de que era objeto, al envejecer aquellos que lo vieron jugar y celebraron sus goles. Como dice Valle-Inclán en su Sonata de Invierno, nada hay tan triste como un Dios que asiste a la muerte progresiva de su culto.
En su libro Papa (1997), el escritor griego Vassilis Alexakis –apasionado del fútbol– incluye un cuento que me produjo honda impresión, y que recomiendo a quienes quieran ver formulado, con maestría incomparable, todo cuando de efímero hay en la gloria deportiva, la manera en que, en nuestras sensibilidades, persistimos en preservar, sub specie aeternitatis, algo que es la transitoriedad misma: “El tiro libre de Platini”. Esas imágenes que se van difuminando para todo el mundo, salvo para los que las vivimos con emoción profunda, e hicimos de ellas parte de nuestro museo íntimo de la alegría. El totalitarismo de lo moderno (del latín modos: “hoy”), es decir, de la moda. La economía de mercado nos propulsa sin cesar –especie de carrera hacia el abismo– a lo nuevo. Corremos justamente porque –como los niños que dan sus primeros pasos– no sabemos caminar. El mundo del fútbol –planetaria pasarela– exige constante renovación, la manufactura y promoción continua de nuevos ídolos. Sus giorni di regno son cada vez más cortos. Tan pronto ha sido uno consagrado con el trofeo al jugador FIFA del año, un nuevo Wunderkind aparece por ahí, reclamando para sí su cuota de inmortalidad, sus diez minutos de gloria. El reinado de Pelé duró casi veinte años. Los de Beckenbauer y Cruyff quizás diez. El de Messi, Cristiano Ronaldo, Mbappé o Neymar… veremos. El futbolista vive en la media, en las noticias, en los informativos. A estos los financia la publicidad. Información –periodismo– y publicidad se confunden inextricablemente, aun cuando con tanta altivez quisieran delimitar sus fronteras. Informar, ¿es qué? Vender. Y solo se puede vender lo nuevo. Así pues, el periodista se convierte en un cazador, un atisbador de novedades. Lo viejo, por principio, no vende, a menos de que sea bajo la forma de una moda que regresa, de un hecho histórico sometido a radical revisión, de un expediente reabierto, de la reinterpretación del pasado (¡pero, en tanto que tal, es ya algo nuevo!)
Como el investigador submarino, el periodista cambia de dirección siguiendo el caprichoso movimiento del cardumen, del banco de sardinas. Y el fútbol es eso: el cardumen humano seguirá a cualquiera que sea el ídolo ungido por la media en cada momento dado. Con lo cual queda establecido un proceso circular, que algo tiene de cómico: la media crea al ídolo, se aboca a perseguirlo, este la hace correr frenéticamente detrás suyo (ella le orquesta a él, entretanto, escandalillos y primicias de las que la vedette pretende indignarse y protegerse), él la alimenta a ella, ella lo consolida a él, en un pacto tácito que vemos reeditarse todos los días de nuestras vidas. Hasta el agotamiento mediático de la figura (la saturación del mercado), que mueve a los medios a proponerle al futbol consumptor una nueva mercancía. El espectador vive entre la expectación hipnótica, el enamoramiento de la nueva figura, y la deflación del deseo, la pérdida de vigencia. Es decir, entre el apetito adquisitivo y el empalagamiento, el hastío o, en el mejor de los casos, el duelo, la nostalgia por la deidad defenestrada (lo que tan hermosamente expresa el cuento de Alexakis).
Cada nueva estrella será declarada, tácitamente, “el sabor del mes”. Pero no bien ha la pobre asumido con toda solemnidad su rol, otra luminaria entra a escena y la desplaza. Lo único permanente es la innovación. Lo sabe el jugador que, en su desesperada necesidad de vigencia, cada semana cambia el color y corte de su pelo, la forma de las cejas, los tatuajes o los aretes. Nada podría ser tan aberrante como la popular noción de que la figura pública debe periódicamente “reinventarse”. Esta estúpida doctrina es aplicada, en particular, a los artistas. Nada podría ser tan absurdo. ¿Le exigiría uno a un ruiseñor reinventarse cada mes, a fin de no perder vigencia? El artista o la figura pública evolucionará, madurará, cambiará, pero solo de una manera orgánica, natural, que procede de lo más hondo de su ser, no como acatamiento de un diktat social, de la presión de una fuerza aferente, exógena.
De conformidad con un fenómeno óptico por todos conocido, siempre nos parecerá más grande lo que tengamos más cerca. Así, ahora Messi nos ha hecho olvidar a Zidane, que nos pareció acaso más grande que Maradona, que relegó a Cruyff al segundo atril, que por su parte hizo ver el fútbol de Pelé como cosa bella pero dépassée (menos dinámico, menos polifuncional), quien, a su vez, opacó con sus proezas mundialistas la gesta de Di Stéfano que, por una u otra razón, nunca brilló en copas mundiales y del que se conservan relativamente pocos documentos fílmicos. Y allá, casi desdibujados en el lindero de la leyenda, en el limbo de la Geschichte, de la fábula, viviendo sus precarias vidas en la tradición oral, Stábile, Meazza, Schiavio, Sindelar, Leónidas, Rahn, Schiaffino, Friedenreich (que bien podría ser el futbolista que más goles haya marcado en la historia del deporte). Como lo observa el gran filósofo francés Vladimir Jankélévitch en su libro L´irréversible et la nostalgie, por principio, hemos de correr siempre al rescate del pasado: es lo que se va, lo que se decolora, lo que se nos escapa como agua en un cesto de mimbre, lo que no cesa de difuminarse en lontananza. ¿El presente? No hay que preocuparse por él. Gozará de plena vigencia por el mero hecho de serlo.
El fútbol: deporte sin historia, sin memoria, sin arqueología, sin museografía, donde solo venden el hoy, el ayer o el mañana. La implacable y eterna noria gira sin cesar, y solo vale aquello que nos revela el hic et nunc. Pero les anuncio una cosa: ese estado de cosas está a punto de cambiar, y será por obra mía. Es cuestión de meses. Ya verán a lo que me refiero. Será una bella, ambiciosa, lírica y épica aventura.
Jamás me podría imaginar gue yo gran lectora, gue miles de libros leí subraye las palabras en jerga, gue muchos escritores dictaban y ahora de nuevo la vida nos ofrece, amistad con pianistas verdaderos comunicadores, sean parte de mi existencia. Y tengo muy claro gue cuando me togue partir, seguiré aprendiendo, y agradeciendo