¡Cuán injustos, cuán mezquinos, cuán inmisericordes somos!
Jacques Sagot
Amigos, amigas, reparemos en este hecho: en todo deporte el público siempre apreciará y ovacionará más la gestión ofensiva que la gestión defensiva. En el partido de semifinales de la Copa de Campeones de Europa 2015 entre el Barcelona y el Bayern (con triunfo blaugrana de 3-0), Messi nos regala un verdadero poema. Entra al área por la derecha, y Boateng (sólido, recio, limpio marcador) le sale al paso. Messi le quiebra la cintura, avanza, y procede a bañar al portero Neuer con una de sus clásicas “vaselinas”. El gol es, simplemente, devastador. Boateng, mareado, termina por caer aparatosamente, con todo su colosal peso, cual una secuoya talada, mientras Messi ejecuta su soneto alejandrino balompédico. Trata de girar sobre su eje, el pobre, pero la maniobra del argentino es tan fulgurante, que se desploma y queda tendido, exactamente como un boxeador después del más contusivo knock-out.
No solo le ha quebrado la cintura, sino también la autoestima, el orgullo, el amor propio, la dignidad. El gol es, por supuesto, prodigioso, pero desnuda una injusticia que parece inherente al fútbol. Si Boateng hubiese obstruido a Messi, aún más, si lo hubiese anulado y secado durante todo el partido, pocas personas habrían hablado de él, y su gesta no sería recordada en diez años. La prensa se hubiera limitado a consignar: “el astro argentino no tuvo la mejor tarde de su vida”. Por el contrario, la humillación a la que fue sometido –así es el ser humano– quedará grabada en la antología del ridículo futbolístico universal.
Un buen defensa, un magnífico deportista que con seguridad habrá salvado su arco en mil ocasiones y ganado el uno a uno contra cientos de rivales, será recordado como el monigote al que Messi convirtió en rígido tronco durante la Champions League de 2015. En rigor, no cometió error alguno… salvo tener que salir a marcar al mejor jugador del mundo en la más inspirada tarde de su vida. ¿Es esto justo? Boateng ya había anulado a Messi en partidos anteriores. La prensa no le dio el crédito que merecía. “Messi no estuvo en su día” –se había limitado a comentar–. Como si “no estar en su día” fuese cuestión de elección, y no la consecuencia del trabajo de lince de un defensa alerta a toda criatura que se aventurase por sus predios. El mundo no le erigirá a Boateng un monumento por los cientos de goles que ha evitado, antes bien, lo convertirá en objeto de mofa e irrisión.
Ya se habla de “hacer un Boateng” para aludir al tipo específico de finta que Messi le infligió (que, aparte de la perfección de ejecución, no tiene nada de particular u original, por cierto). Como un viejo edificio dinamitado se desploma Boateng, al caer con todo el peso de su portentosa humanidad (¿habrá dejado un cráter sobre el terreno?) La gente ríe y ovaciona a Messi. Esto prueba dos cosas. Una: la mezquindad humana y la inherente, profunda injusticia del fútbol. Dos: la gestión ofensiva siempre será apreciada y celebrada más que la gestión defensiva. Repito el dictum de Shakespeare: “Los errores de los hombres serán grabados en el bronce. Sus virtudes, escritas sobre el agua”. Ahora, el percance de Boateng será grabado en bronce y posiblemente esculpido sobre el granito, mientras que los cientos de jugadas salvadoras que sin duda ha protagonizado, serán escritas sobre el agua o peor aún: en el aire. Es posible que algún día evolucionemos a un mayor grado de nobleza ética. Lo que temo es que esto no suceda antes de unos diez mil años.
Martín Palermo es tristemente recordado como el hombre que botó tres penales en el partido entre Argentina y Colombia, durante la Copa América de 1999. El primer disparo reventó el travesaño. El segundo fue a parar a alguna galaxia arcana distante por 10 millones de años luz de la Tierra. El tercero fue detenido sin dificultad por el portero colombiano. Colombia terminó imponiéndose a Argentina por marcador de 3-0. La prensa albiceleste perpetró títulos como: “¡Vergüenza nacional!”, “Colombia 3 - Palermo 0”. “¡Amplíen los marcos para Palermo!” “Palermo cobrará de ahora en adelante sus penales con brújula, sextante, radar, astrolabio y barómetro”. “Palermo dejó en órbita tres nuevos asteroides alrededor de la Tierra”. “¡Qué mal, qué mal, qué mal, Martín!” “Palermo, notable cabeceador, debería cobrar los penales con la cabeza”. Fue una carnicería, un ensañamiento inmisericorde que desnuda la esencial malignidad del ser humano.
Una prueba del carácter de Palermo la constituye el hecho de que después de cada una de sus pifias corrió a apoderarse del balón para iniciar una nueva acción de penal que le permitiera redimirse ante la afición. Y lo hizo, además, desacatando las instrucciones del técnico Marcelo Bielsa. Esto habla de entereza, de coraje, de persistencia.
¡Pero, señores y señoras: resulta que ese mismo Martín Palermo es el máximo goleador histórico del Boca Juniors, con 236 anotaciones! ¿Quién se acuerda de ello? Una mala tarde, ¿basta acaso para soterrar décadas de magnífico fútbol al servicio de un equipo al que llevó a conquistar todos los cetros concebibles? Convengo: no era mi delantero favorito (un poco tieso para mi gusto) pero lo respeto, lo admiro, y ante él me pongo de pie. El gran legado de Palermo fue arrojado a ese botadero psíquico que es el olvido, y sus tres penales errados han generado canciones burlistas, chistes, memes, leyendas apócrifas. Ese bichillo mezquino, perverso, enfermo, psíquicamente valetudinario y canijo, es el ser humano. Una aberración sobre la faz de la Tierra. Un animalillo ponzoñoso y enclenque.
Boateng y Palermo: grandes, grandes, grandes: auténticos señorones del fútbol, gladiadores, guerreros indoblegables, verdaderos ejemplos de lo que el escritor francés Jean Cocteau llamaba “la ciencia de la fenixología”, esto es, la capacidad para renacer una y otra vez de nuestras propias cenizas. Es una capacidad que todos nosotros haríamos bien en aprender.
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