¡Cero en conducta para todos!
Jacques Sagot
Veo el final abortado del partido Uruguay – Brasil de la Copa Atlántico 1976. Estadio Maracaná, 28 de abril de 1976. Brasil se impone 2-1, con goles de Rivelino (bazuca de su pierna izquierda: la llamada “patada atómica”) y Zico (cobro de penal), después de remontar un temprano gol del uruguayo Torres. Rivelino ha sido hostigado durante todo el juego. A buen seguro, los intercambios verbales entre los futbolistas –esos cuyo contenido jamás conoceremos– han sido bastante menos que cordiales. Sin duda, no precisamente sonetos petrarquistas en versos alejandrinos. Las faltas se hacen más ásperas. Rivelino juega con recelo: recuerda el trato artero de que fue objeto la Selección Brasileña durante la friccionada semifinal contra el mismo rival, en México 1970, cuando los uruguayos molieron a patadas a los brasileños (al punto que Clodoaldo, volante de contención, tuvo que subir al ataque –y de hecho, marcar el primer gol brasileño– para evitar que los charrúas siguieran ensañándose sobre Gerson, generador de juego del equipo).
Pues bien –volvemos a 1976–, con el partido ya resuelto pero justo antes del pitazo final, Ramírez, de Uruguay, se lanza a perseguir a Rivelino a campo traviesa. Para esquivarlo, este zigzaguea sin cesar y termina por esconderse en el foso. Pronto intervienen otros jugadores –incluidos los porteros y los cuerpos técnicos–. Lo que sigue sería risible si no fuese porque, antes que ello, es grotesco, barbárico y de todo punto de vista reprensible. Una batahola, una tremolina de primates propinándose unos a otros puntapiés, todos contra todos, en indistinto, ciego tumulto… Por último, ya no sabemos quién patea a quién.
A buen seguro, Ramírez, como detonador de la violencia, debería de haber sido sancionado, pero en realidad tal fue la magnitud del Armagedón, que ambos equipos hubieran debido expiar la algarada con suspensiones internacionales sustantivas. ¿Qué pasó aquí? Pues que el fútbol se vio retrotraído a sus atávicos orígenes: las luchas tribales. Se negó a sí mismo, negó siete mil años de civilización, negó justo eso que constituye su esencia: la transformación del instinto hegemonista y territorial de los pueblos en ludus. Los niños que, jugando a policías y ladrones, terminan por dispararse unos a otros con revólveres cargados.
Una regresión, sea el término usado en su más clásica acepción. Un tipo, en un restaurante de Buenos Aires, no es bien tratado por el mozo, y ¿qué hace? Se pone de pie, se saca el pene y orina entre las mesas (es un hecho real). Lo que hay que comprender (¡no justificar!) es que ese pobre infeliz, en ese momento, volvió a los tres años de edad, se montó en la “Máquina del tiempo” de H. G. Wells, aterrizó en su temprana infancia, y armó un berrinche socialmente inaceptable en un adulto. Amigos, amigas, es cuestión de parpadear: puede sucedernos en cualquier momento, de hecho, ocurre a cada instante en todos los rincones del mundo –y con mayor frecuencia en los ámbitos más “sofisticados” y “civilizados”, en la medida en que, en ellos, el “malestar en la cultura” (la reprensión de los instintos de que habla Freud) se hace sentir de manera particularmente álgida–.
Hoy sabemos que Ramírez se pasó la totalidad del partido agrediendo verbalmente a Rivelino. Es un tipo de conducta que ya no es practicable: las cámaras, el VAR, y sofisticadísimas técnicas de lectura de labios han hecho que las ofensas verbales –tan inadmisibles como las físicas– sean detectadas inmediatamente. El fútbol –y es cosa que celebro– se ha convertido en un deporte panóptico (Foucault): todo se ve, todo se registra, todo puede ser analizado, todo se escucha, todo queda documentado. Al día de hoy, el incalificable hostigamiento de ese rufián de jugadorcillo que era Materazzi, un malandrín que pateaba bola, ensañado contra el gran Zinedine Zidane durante la final del Campeonato Mundial Alemania 2006, sería instantáneamente detectado. Un golpe, un escupitajo, un insulto tienen todos, exactamente, el mismo peso ético, y deben ser castigados con la expulsión del agresor.
Es triste tener que darle crédito a las máquinas y la tecnología por esto, más bien que a la evolución moral del ser humano, pero el fútbol está destinado a un futuro de limpieza, de asepsia, de depuración ética: no veremos ya más armagedones como los que estelarizaron Brasil y Uruguay en ese sonrojante partido de 1976.
Pero esta historia tiene un final bonito y reconfortante: Ramírez le ofreció sus disculpas a Rivelino, ambos jugadores se hicieron amigos, y pasaron a militar en el Fluminense, “La máquina tricolor” que lo ganó todo en Brasil y fuera de Brasil durante los años 1975-1976 y 1977. Es, de hecho, uno de los grandes equipos de la historia del fútbol, con Rivelino dueño el medio campo y líder general, y jugadores como Marinho, Paul Cézar, Carlos Alberto, Edinho, Gil, Dorval y el portero Félix en sus filas. Sí, amigos y amigas, después de tremendas decepciones, el fútbol suele devolvernos la fe en el ser humano. Como dirían Goodwin, Maturana y Varela, es un deporte capaz de “autopoiesis”, esto es, la facultad de auto-sanarse, auto-renovarse, auto-regularse, y al hacer esto, limpiar también su ecosistema.
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