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Foto del escritorBernal Arce

Deporte: magia, poesía y heroísmo.

Jacques Sagot


¡Sigue adelante!  ¡No aflojar!


Cualquier cuadro que sen respete debe presupuestar, como elemento constitutivo del juego, la posibilidad del error arbitral, y saber reaccionar adecuadamente.  Hay un límite, sin embargo, para la tolerancia a la injusticia.  Las aberraciones que el mundo vio durante las dos justas mundialistas “ganadas” por la Italia de Mussolini, en 1934 y 1938, no ameritaban otra cosa que el retiro del terreno de juego de los equipos perjudicados.  Cuando se enfrenta semejante cábala, amañamiento de tal magnitud, lo único honesto y coherente es retirarse del torneo, y hacer del gesto un manifiesto implícito.  Quien persista en seguir adelante bajo tales circunstancias, no solo perderá el partido: perderá su dignidad, y hará las veces de cómplice de la trama urdida contra él.  


Existen varios precedentes.  El más célebre fue quizás el que sentó Perú, en las Olimpiadas de Berlín, 1936.  El equipo peruano venció por 4-2 al de Austria.  A la altura del minuto 75, Austria se imponía por 2-0.  En los últimos 15 minutos los peruanos realizaron la proeza de anotar cuatro goles (¡y ello sin contar los tres tantos que el árbitro, parcial a favor de Austria, anuló!)  En sus filas se contaban jugadores tan ilustres como Fernández y Villanueva.  Al equipo lo llamaban “El Rodillo Negro” (alusión a la negritud de sus jugadores, pero también a su capacidad para aplastar a cualquier rival: en la primera fase de esa misma gesta habían laminado a Finlandia por 7-3).  


Sobre el curso del partido circulan diversas versiones: según algunas el triunfo fue legítimo, según otras, habría sido el resultado de la agresión de la hinchada peruana a los jugadores de Austria.  El juego fue anulado por la FIFA, y se acordó reprogramarlo.  Indignados, y conscientes de que la olimpíada no era otra cosa que una pasarela ideológica del régimen nazi destinada a exhibir la superioridad de la raza aria, Perú se negó a participar en el segundo partido, y además retiró a la totalidad de su delegación (setenta atletas) de la justa, por orden del presidente Óscar Raimundo Benavides.  


Cualquiera que haya sido el decurso del partido, está claro que Perú consideró la reprogramación injusta, y procedió con coherencia al abandonar la olimpíada, y dejar avanzar a Austria por walk-out.  De haber seguido en el torneo, habría tenido que aceptar, sin la menor queja, el resultado que hubiese advenido.  Quien discrepa de la estructura, tono, reglamento, sistema de eliminación o contexto político de una justa, debe abstenerse de participar.  Participar en un torneo significa, implícitamente: “estoy de acuerdo con su código fundamental”.  Si tal no es el caso, resulta inmoral formar parte de él, y toda queja post facto será percibida –correctamente– como mero lloriqueo.  


En este caso, debemos recordar que Austria era el país de origen, la tierra natal de Hitler, que el Führer había sido ungido Canciller de Alemania desde enero de 1933, y que entre sus planes fermentaba ya el Anschluss, esto es, la anexión de Austria al Tercer Reich, hecho lamentable que tuvo lugar en 1938.  Ahora bien, para no suscribir acríticamente a la leyenda, precisemos que el equipo austríaco vencido por Perú era un cuadro amateur, y que nada tenía en común con el gran Wunderteam de Matthias Sindelar, posiblemente la mejor selección nacional europea de los treintas.  

Fuere como fuere, el hecho es que, ilustrando eso que en literatura conocemos como “hipérbole épica”, Perú doblegó a Austria –según parece, en presencia del mismísimo Hitler–, y dio una demostración de dignidad –¡un valor capital!– al negarse a jugar nuevamente el partido, y retirar a toda su delegación de la olimpíada.  Hay periodistas que se han empeñado en deconstruir el gesto, subrayando que el cuadro austríaco era un grupo de aficionados, y que los torcedores peruanos –la vigilancia en el estadio era exigua– habían saltado a la cancha para agredir a los austríacos.  La historia varía radicalmente según el continente que la refiera.  Dos nociones quiero extraer de esta curiosa página de la historia del fútbol: coherencia y dignidad.  Todo lo demás es secundario.


La verdad de las cosas es que la selección peruana derrochó determinación, fuerza de voluntad e ilimitados recursos morales, al remontar un marcador adverso de 2-0 al minuto 75, para anotar cuatro goles en los últimos 15 minutos del partido.  Fue una faena ciclópea.  Uno de esos casos en los que un equipo, forzado por la adversidad, descubre un filón oculto de fortaleza, y lo explota en forma gloriosa, jugando contra el reloj, el público y el árbitro (si es que así podemos llamar al charlatán que administró la justicia en ese partido).  Cito una frase del gran poeta estadounidense Robert Frost.  Es un lema, un motto, un grito guerrero que debemos asimilar y poner en práctica cada vez que el destino nos arrincona.  “En dos palabras puedo resumir todo lo que sobre la vida he aprendido: “¡Sigue adelante!”.  “Keep going”, sí, contra viento y marea, contra las fuerzas cósmicas conspirando contra nuestra voluntad, e incluso contra nosotros mismos, que saboteamos los más preciados de nuestros sueños.  “¡Sigue adelante!”  Dos palabras, cinco sílabas, trece fonemas, que debemos esculpir a furiosos golpes de cincel en nuestras conciencias.  


José Marín Cañas, suscribiendo a este sentir, escribió un bello texto titulado “¡No aflojar!”  Y, de manera análoga a Frost, encapsuló en esta divisa, en esta consigna, el saber de toda una vida.  Los triunfadores son aquellos que “no aflojan”, los que, después de cada traspié, se sacuden el polvo de los caminos y se dicen: “¡sigue adelante!”.  Esto es válido para el deporte, el arte, la ciencia, todo humano anhelo que por momentos pareciese inalcanzable.  Debemos todos entrenarnos en el difícil arte de cazar cometas.  ¿Ir perdiendo 2-0 a la altura del minuto 75, y terminar con un marcador favorable de 4-2?  Chapeau, chapeau, chapeau.  Es mucho, muchísimo lo que el deporte puede enseñarnos sobre la vida.  Es una “escuela de vida”, a decir verdad.  Toda una cátedra en la que aprendemos, en ese taller donde se fraguan nuestros recursos morales –no otra cosa es el deporte–, las virtudes que luego desenfundaremos en el juego de la existencia: pundonor, valentía, determinación, fuerza de voluntad, integridad, entereza, pujanza, nunca, nunca, nunca arrojar la toalla.  Perder no es una tragedia: todos en la vida perdemos algunos juegos y ganamos otros.  Lo esencial es vender caro nuestras derrotas.  Para volver a Frost y a Marín Cañas: seguir adelante, y no aflojar.  Esa es la fibra ética de que están hechos los campeones.  Es el gran mensaje implícito en la épica obra de Beethoven, ese sordo genial que escuchaba el infinito.


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