El "homo ludens"
Jacques Sagot
¿Por qué juegan los seres humanos fútbol? Antes que preguntarnos tal cosa, tendríamos que determinar por qué el ser humano juega: punto. Y no tengo la respuesta. “À tatons”, propongo una hipótesis. Juega porque tal es su naturaleza, porque el juego es un rasgo definitorio de su perfil antropológico, porque antes sin duda que “homo sapiens”, “homo faber”, “homo religiosum”, “homo economicus” y “homo aestheticus”, fue “homo ludens”. El juego es la patria espiritual del niño, y cualquier futbolista comienza por ser niño. Algo más: convendrá que lo siga siendo, cada vez que deba movilizar su capacidad creativa. “El genio es la infancia reencontrada cuando lo queramos” –decía, egregiamente, Baudelaire–. Con esta diferencia: los niños que juegan a policías y ladrones saben que están jugando, saben lo que significa la expresión “de mentirillas” (aun cuando no tengan conciencia tética de ella). El actor que interpreta a Hamlet deberá sin duda identificarse con el personaje, ¡pero conservando un sólido anclaje en el principio de realidad, y sabiéndose esencialmente otro que el Príncipe de Dinamarca! ¡De lo contrario sería un alienado, un esquizofrénico! Saldría a la calle, dispararía contra el primer infortunado que le recuerde a su tío Claudio, y correría a seducir a cualquier dama que en algo se asemeje a Ofelia. Máscara e identidad se confundirían en él. Sucedería lo que –según el mordaz André Gide– le pasó al más grande poeta francés: “Victor hugo era un loco que se creía Victor Hugo”.
Pelé, ¿se representaba a sí mismo cada vez que salía al terreno de juego? ¿Se decía: “por los próximos 90 minutos debo dejar de ser Edson Arantes do Nascimento, y convertirme en Pelé”? Junto a su uniforme, ¿se colgaba del rostro una especie de máscara, de “fachada de exportación”, que deponía por concluido el partido? Mala cosa, tengo para mí. La definición misma que Lacan propone del loco: el rey que se toma a sí mismo por rey. Pelé solía decir: “Yo juego al fútbol con el mismo gozo de una niña que juega con su muñeca”. Esta es una sana, loable actitud. En el juego del adulto –ese que ya perdió la inocencia a la se refería Fink– es frecuente este tipo de aberraciones: el jugador que está siempre “en representación de sí mismo”. Y es así como un día cualquiera, Maradona se auto-unge Dios; Monzón se cree en el derecho de asesinar a su esposa; Alí se da permiso –considerándolo el “summum” de la simpatía– para declararse la criatura más encantadora, talentosa y carismática de la Vía Láctea; o Ibrahimovic afirma –después de la eliminación de Suecia rumbo al Mundial Brasil 2014– que “un campeonato sin mí no vale la pena ser visto”. No bromean, estos infortunados. Ojalá así fuese. La verdad es que hablan sinceramente. Creen lo que dicen. Maradona, Monzón, Alí e Ibrahimovic son cuatro locos que se toman por Maradona, Monzón, Alí, e Ibrahimovic respectivamente.
Es comprensible que un actor quiera “remain in character” durante los intermedios, y en el proceso de filmación de una película. Es parte de la construcción y consolidación del personaje, y aunque ello suele imponer algunas contrariedades a sus colegas, es una decisión que respeto. ¡Pero si sale al mundo y persiste en comportarse como Hamlet, tendremos serias razones para considerarlo loco!
El ser humano juega porque no puede vivir sin jugar. Como el artista no puede vivir sin crear. El juego es su propia recompensa: no necesita la remuneración de los 35 millones de euros anuales que percibe Lionel Messi (aun cuando, por supuesto, a nadie lo amarga un dulce). El hecho es que, si en efecto es un jugador de fútbol desde el fondo de su entraña, por vocación (llamado) profunda, Messi jugaría fútbol aun gratuitamente. Yo soy pianista y escritor: lo seguiré siendo aun cuando me asegurasen que jamás recibiría un céntimo por ello. Hago lo que hago porque en ello me va la vida. Es más un estigma que una elección. Una bella, adorable fatalidad. Quisiera creer que otro tanto sucede con el futbolista. El ruiseñor no canta para que le paguen. Por cierto: tampoco tiene que estarse “reinventando” para mantener su vigencia, para no obsolescer o pasar de moda. Los cantantillos que deben estar renovando su imagen periódicamente no hacen, con ello, otra cosa que conformar a su naturaleza de mercancía: en el mercado, efectivamente, aquello que no es constantemente remozado, perece. Son la encarnación misma de la mercancía-espectacularizada y del espectáculo-mercantilizado a que hace alusión Guy Debord en “La société du spectacle”, libro del que ya he tomado considerables empréstitos en textos anteriores.
Hay que innovar, cueste lo que cueste. Es un diktat, un mandato social. Una vez saturado el mercado, la demanda solo será reactivada mediante la “reinvención” de la imagen (de ello se encargará cualquier escandalillo de tabloide, la cirugía plástica, incursionar en otra lengua, o cultivar algún ritmo hasta el momento no explorado). El ruiseñor canta porque si no lo hace se muere. No veo ninguna otra razón real, profunda, auténtica, para jugar fútbol. ¿Cuestión de vida o muerte? Sí. En el sentido más estricto de la expresión. El gran “doctor” Sócrates, “mástil” de la Selección Brasileña de 1982 y 1986, dijo alguna vez: “No jugamos fútbol para ganar. Jugamos fútbol para que no nos olviden”. Es una reflexión más propia de un artista que de un deportista. En el fondo, todos hacemos lo que hacemos para no sufrir esa segunda muerte que llamamos olvido. La definitiva, la que sucede a la biológica. Esa muerte social e histórica con la que “aún los muertos terminan de morirse” (Unamuno).
Y no hay duda: Sócrates lo logró, ¡y de qué bella manera! Quien vio jugar a Sócrates no lo olvida: jugaba mejor de taco que la vasta mayoría de los futbolistas hacia adelante. Así pues, el fútbol es un antídoto más contra la muerte social, la muerte histórica, la muerte en la memoria de esa criatura propensa a la amnesia que es el ser humano. He ahí una razón más para protestar contra su falta de historicidad, su exclusiva preocupación con el presente o el futuro inmediato, y su desdén por el pasado (que tiene el problema de no ser rentable).
¿Cuánta gente vio jugar a Di Stéfano? Más allá de saber que es uno de los jugadores excelsos que han bendecido nuestro deporte, ¿quién puede describir uno solo de sus goles, visualizar los rasgos de su rostro, describir cómo corría? Di Stéfano es, ya, un muerto “al cuadrado”: murió de muerte natural, y ahora nosotros lo asesinamos virtualmente con nuestro desinterés. Y sin embargo, creo que la figura de Di Stéfano engarza armoniosamente con la macro-historia del fútbol, y que muchas de las cosas que los modernos jugadores realizan en el campo de juego serían inconcebibles sin ese glorioso capítulo que su persona, por sí sola, representa.
Los seres humanos jugamos porque en nosotros sigue alentando y palpitando ese niño que encontró su identidad, que se forjó a sí mismo, que llenó toda su infancia jugando. El juego crea un principio de identidad. El juego es la patria natural del niño. Y añadiré algo más, que considero de la mayor importancia: la infancia es la patria común de todos los seres humanos. En ella nos reencontramos, en ella nos hermanamos, en ella descubrimos el fondo submarino oscuro, bello, legamoso, en el que nos confundimos. Es la raíz que generó todos esos brotes y yemas que somos en tanto que individuos. La verdad de las cosas es muy simple y muy bella: nos parecemos muchísimo más de lo que creemos, de lo que la sociedad nos ha llevado a suponer, de lo que siglos de individualismo aberrante han dejado, cual nefasto sedimento, en nuestras conciencias. En el juego todos somos niños, lo cual equivale a decir verdaderos, auténticos, vitales, gozosos, plenos.
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