¿Qué es, en suma, el fútbol? ¿Es posible siquiera definirlo?
Jacques Sagot
¿Qué es, en suma, el fútbol? Hasta ahora hemos procedido apofánticamente (Aristóteles), esto es, definiéndolo por negación. Albert Camus nos propone una fórmula memorable: “el fútbol es inteligencia en movimiento”. Sí, “en movimiento”, tanto en el espacio como en el tiempo (no podría serlo en la primera dimensión sin serlo también en la segunda. ¿La proposición simétrica? Esa sí es concebible: la leyenda, la memoria, la idea, pueden existir únicamente en el tiempo, y prescindir del espacio). Algo que fluye -como la música-, que vive, que se produce ante nuestra vista, de manera mágica, por cuanto nada en él está pautado (por planificado que sea un encuentro, el factor aleatorio hará de cada encuentro una experiencia virgen, inédita). Jamás se han jugado ni se jugarán dos partidos idénticos. Más aun: el mismo jugador no ejecuta la misma jugada dos veces de manera idéntica. El músico no puede -por mucho que se lo propusiera- interpretar de la misma forma así no fuese más que un solo compás (no hablemos de una sonata de 30 minutos de duración). Es en la belleza -y la tensión- de lo increado, que radica la fascinación del fútbol. Eso que se produce in situ, en cada circunstancia dada, que es estrictamente irrepetible, el gozo del momento, la mise en valeur del hic et nunc (el aquí y el ahora). En ello, no difiere de las artes escénicas. El fútbol está condenado a reinventarse a sí mismo a cada instante. Lo mantiene vivo el movimiento. Moriría en el momento en que se inmovilizase. Cediendo al lirismo -es una tentación que jamás podré resistir- podríamos, en este aspecto, homologarlo al amor y a la producción de belleza. “Inteligencia en movimiento”, sí, donde la inteligencia debe ir acompañada de destrezas físicas muy específicas. Conozco casos de futbolistas relativamente lentos en su accionar físico, en su desplazamiento (a menudo debido a su gran corpulencia) que compensaban esta falencia con una suprema rapidez mental. Y de futbolistas tremendamente veloces y habilidosos, que no tenían la inteligencia -la claridad mental- para darle uso óptimo a sus facultades. Un buen futbolista requerirá de tres componentes (cada uno de ellos múltiple): inteligencia, destreza técnica, integridad psicológica (con ello me refiero a su capacidad para la lucha, para absorber golpes, para el autocontrol, para la evitación del pánico, para saber lidiar con situaciones adversas). Bastará con que uno de estos frentes no esté cubierto, y el jugador verá seriamente limitado su desempeño. Repito: inteligencia (saber qué hacer con el balón en cada momento dado), destrezas básicas (saber cómo hacerlo, dominar los mil aspectos de la técnica que deben ser adquiridos tempranamente), e integridad psicológica (la ética del gladiador, la moral del guerrero).
Cualquiera de los futbolistas verdaderamente inmortales que el mundo venera reunió estas tres condiciones. Todo ello, en un deporte que, como la vida misma, está condenado a la irrepetibilidad. Invoco al filósofo Vladimir Jankélévitch y su soberbio ensayo, L´irreversible et la nostalgie. Nada, en el fútbol, es repetible. Cada movimiento, cada acción, cada respiro será una primera vez y una última vez absolutas (Jankélévitch acuña el término “primultime”, esto es, lo “primúltimo”). Panta rhei. Aun la segunda audición de un partido grabado en vivo nos deparará vivencias esencialmente diferentes: las acciones del juego serán las mismas, pero el receptor habrá cambiado (envejecido) entre la primera y las demás: su disposición, su nivel de atención, su concentración, su sensibilidad habrán variado. No basta decir, como Heráclito, que nadie se baña en las aguas del mismo río. Sucede además que, aun cuando las aguas fuesen las mismas (asumamos que se hubiesen congelado), el bañista, en su segunda inmersión, será ya otra persona. Es que el verdadero río, el que no cesa de correr hacia su desembocadura (la muerte) es el bañista, el ser humano, más específicamente su conciencia temporal. Recordemos a Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir”. Me engalano citando también a Borges: “Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”.
Por otra parte, el fútbol es la negación misma del onanismo: debe ser compartido. Es una actividad social: solo existe en función de los demás, presupone, por definición, la existencia del otro (lo propio de todo lenguaje). Interpela, sacude, expresa, susurra o vocifera. Sólo es concebible en sociedad. ¿Un hombre que juega fútbol en una isla desierta? Sí, sí, clásica riposta. La verdad es que ese Robinson Crusoe que se entretiene con su fútbol tristemente insular lleva ya por dentro toda una sociedad, está habitado por mil almas, representa la suma de todos los hombres que conociera antes de su naufragio. Construirá un marco con ramas y pondrá quizás un monigote a guisa de portero: he ahí, ya, al Otro Esencial, he ahí a su público, he ahí el diálogo al que jamás podrá escapar. El fútbol es gozo compartido. No por filantropía o altruismo, sino por la simple constatación -egoísta, en el fondo- de que el gozo compartido es doble gozo, así como la tristeza solitaria es doble tristeza. El gozo del futbolista que marca un bello gol es, en buena medida, gozo ante el gozo del otro (la afición). Goza de su poder - facultad - capacidad de hacer gozar a los demás. Como tal, su gozo es esencialmente erótico (uso la palabra en su más laxa acepción: el amante disfruta al verse capaz de suscitar el gozo en su compañera). Todo se le puede perdonar a un futbolista. Todo menos una cosa: la no dación de sí mismo, la avaricia con su propio talento. El público le perdonará pases fallidos, disparos desviados, amagues abortados… si percibe que detrás de cada gesto hay un ser humano que se está dando íntegro a sí mismo. Más que el virtuosismo y la perfección, la gente quiere ver una voluntad, una pasión, un compromiso, un corazón leonino que irriga con su sangre el verde fuego del césped. El gran futbolista representa la milagrosa homeostasis entre el gladiador y el artista.
Lo que más emparenta al fútbol con la vida misma -proponiendo de ella un correlato, una metáfora- es un hecho muy simple, una verdadera perogrullada. ¿A qué se reduce, la esencia del fútbol? A tomar decisiones. Una tras otra. Cada una de ellas puede ser un acierto o un error aparatoso (un blunder, un blooper, dirían los estadounidenses). Y, como todo en la vida, la valoración de la decisión solo puede ser retrospectiva: después de los resultados, la jugada se revela como afortunada o desafortunada. Apenas pasa un instante, en nuestras vidas, en el que no tengamos que tomar decisiones, banales e inconscientes la mayoría de ellas, trascendentales y conscientes otras. Una doble postulación se presenta ante nosotros en cada momento del vivir: ¿debo hacer esto o, por el contrario, no hacerlo? Con el agravante de que, en el fútbol, la experiencia -un factor que sin duda pesa en la toma de decisiones- no garantiza nada. El técnico mejor sazonado o el jugador más experimentado del mundo pueden, en cualquier momento, cometer un gazapo de principiante. El fútbol es un deporte en el que la toma de decisiones es constante, vertiginosa, y debe asumirse sobre la marcha misma del proceso. Pues sí, como la vida misma. Y muy pocas -por no decir ninguna- son las decisiones que en el fútbol pueden considerarse baladíes. Un mal pase, un mal cambio, una mala escogencia en la alineación, una mala lanzada del portero pueden significar esa muerte simbólica que es la derrota deportiva. No hay accidentes o errores “pequeños”, en el fútbol: aunque las consecuencias inmediatas de una acción desafortunada no se traduzcan en un gol en contra, cuando se reconstruye el decurso de la totalidad del partido -tomado este como si fuese una gran novela, regida por el principio de causalidad- veremos que, más adelante o más atrás, todo tiene origen -en una concatenación macronarrativa de los hechos-, en algún tipo de error. El gol encajado en el minuto 90 bien puede haber nacido en una pifia, un mal saque de banda, un pase interceptado o una infracción cometida en el minuto 1. El fútbol es un continuum, no recomienza cada vez que se inmoviliza la pelota y se congela la acción. Hay en él una especie de inexorabilidad que es, a un tiempo, fascinante y aterradora. El error puntual que podría costarnos la vida germina, fermenta bajo la forma de la potencia (Aristóteles), en el primer error que cometimos, tan pronto tuvimos uso de razón. El momento en que atravesamos la calle sin mirar el semáforo y nos hicimos aplastar por un automóvil no es otra cosa que el acto (de nuevo, según el estagirita), que coagula una irreconstruible genealogía de errores. Todo, en nuestras vidas, habría propendido a ello. No es determinismo: somos responsables de nuestras decisiones y, efectivamente, “somos, a cada momento, una escogencia absoluta de nosotros mismos” (Sartre), pero tan pronto el engranaje de la volición razonada, ponderada, es puesto en marcha, devenimos producto de nuestras decisiones, aun aquellas que se tomaron en los más remotos desvanes de la memoria. No hay un gol que no se genere en la pérdida del balón para el equipo que lo padece. Alguien tiene, en algún momento y lugar de la cancha, que haber sido despojado del esférico, y ese es el inicio de la cadena causal que produce el gol. De ahí la necesidad fanática de proteger, de custodiar, de mantener el control de la pelota. Como dice Cruyff, en una deliciosa perogrullada: “Si yo tengo el balón, eso significa que no lo tiene el adversario”. Y mientras yo tenga la pelota, no hay peligro de encajar un gol. Pero pronto tendré que proponer, que intentar, que iniciar una jugada ofensiva. En estos momentos chocan en la mente del jugador dos principios antinómicos: por una parte el deseo, por otra parte el miedo. Con miedo nadie puede jugar (con miedo nadie puede hacer nada -sería más exacto decir-), pero con temerarias, imprudentes maniobras ofensivas puedo también perder el balón, el hecho más grave que puede acontecer en un terreno de fútbol.
Todo lo que hagamos en la vida reposa sobre este precario equilibrio entre deseo y miedo. Todas las cosas grandes y bellas del mundo han sido creadas cuando el primero ha prevalecido sobre el segundo. Sí, soy un romántico, una especie de Cyrano de Bergerac del fútbol: no lo niego y, antes bien, aplaudo mi manera de ser.
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