No quito el dedo del renglón: todo jugador debe tener su psicólogo
Jacques Sagot
Stricto sensu, el rol de un técnico debería limitarse a ubicar las piezas idóneas en las mejores posiciones concebibles, y efectuar las permutas y modificaciones correctas en cada situación dada. Los mejores técnicos de la historia han sido hombres lacónicos, económicos de palabras. Pero esa es la descripción “oficial” de sus funciones, una definición puramente teórica. La verdad de las cosas es otra. El técnico termina por asumir responsabilidad de muchas áreas. De manera prominente, tres: la técnica, la táctica y la física. En los grandes equipos, a estas competencias deben sumarse otras facultades, generalmente cubiertas por subalternos del entrenador (fisioterapeutas, preparadores físicos, psicólogos). Las ligas más menesterosas del mundo usan profesores de educación física para asumir esa tremendamente específica función que es la preparación técnica y atlética de los futbolistas. En Holanda existe la figura conocida como “fisiólogo del fútbol”: su formación le permite concentrarse en aquellos aspectos de su condición física solicitadas por el deporte que nos ocupa, y que ciertamente difieren de los de un peleador de sumo o un halterofilista. Les aseguro, amigos y amigas, que los equipos holandeses jamás han flaqueado por endeblez física: es mucho lo que de ellos podríamos aprender.
El fútbol actual -todo el mundo lo sabe- demanda una condición atlética hercúlea por parte del jugador (¡lo cual no significa que sea más difícil jugar hoy que hace cincuenta años: es tema que desarrollaremos más adelante!) El profesor de educación física tiene un lugar inmensurable en el desarrollo integral de cualquier sociedad (lo sabemos desde que la Grecia antigua propusiera el modelo pedagógico de la paideia): ¡pero no en tanto que preparador de una selección con aspiraciones mundialistas! Puede darse por eliminado ad portas cualquier equipo que, para comenzar, no cuente con una condición física titánica -velocidad, potencia, resistencia, capacidad para disputar el balón-. Pero atención: la forma atlética es condición necesaria, no condición suficiente para la excelencia futbolística. Quien aspire a un título mundial necesitará más que buenas piernas y resistencia durante los tiempos de alargue.
Abordo ahora el tercer aspecto mencionado: la psicología. La presión que enfrentan los futbolistas de nuestros días -expuestos en vitrina planetaria y objetos de escrutinio universal- demanda de ellos integridad psicológica. No basta, para ello, con eso que se ha dado en llamar “motivadores” (generalmente, estudiantes de psicología o aficionados con veleidades de psicólogos). Por supuesto, un buen psicólogo hará las veces de “motivador”… ¡pero requiere, además, mil otras calidades! Un amigo técnico me confesó, en cierta ocasión: “A los técnicos no nos gusta tener psicólogos de planta: si vos vas a seducir a una mujer, tenés que llevarle la serenata vos mismo a su balcón, no dejar que otro vaya a cantársela en tu lugar”. Buen, buen punto, sin duda. That being said, sucede que un técnico no puede prodigarse en tantas direcciones, y multiplicarse para cubrir todos los frentes de un equipo de fútbol. Si se da por un hecho la presencia de un preparador físico que trabaja de consuno con el técnico -pero cuya función es radicalmente diferente-, ¿no se impone también la presencia de un psicólogo? ¿No es el ser humano una unidad psico-física, merecedora de ser tratada como tal? ¿Cuántas veces no vemos fracasar a un jugador dotado de evidente talento, por falta de entereza psicológica, por carecer de herramientas para enfrentar el duelo psíquico que supone toda confrontación, la agresión de los aficionados, las críticas de la prensa? El deportista no solo lucha contra sus rivales sobre el terreno, sino -de manera preeminente- contra sí mismo, contra su “sombra” (Jung), su oscura vocación de auto-boicot. El excampeón mundial de ajedrez, Vassily Smyslov, decía: “En el ajedrez, como en la vida, el hombre es su más temible, implacable oponente”. Es una reflexión que todos deberíamos tener grabada en alto-relieve sobre el dintel mismo de nuestras casas.
¡Cualquier equipo que se respete debe, hoy en día, contar en sus filas con profesionales de la psicología del deporte! ¡Amigos, amigas: la confianza en sí mismo, la capacidad de absorber la crítica y el rechazo, la concentración, el control sobre la propia agresividad, la sangre fría, son cosas “entrenables”, destrezas que, como cualquier otra, deben ser adquiridas! Es absolutamente inconcebible que equipos que se dicen serios prescindan de los servicios de una disciplina que -como ciencia positiva- ya va para doscientos años de edad, y ha demostrado ser inmensamente útil en la hora de enfrentar situaciones límite, vivencias extremosas (¿y cómo no habría de serlo la final de un campeonato mundial? La final del Mundial Alemania 2006 fue vista en vivo por 715 millones de personas en el mundo entero, cuatro veces más que el Superbowl y solo superada por la inauguración de los Juegos Olímpicos de Beijing 2008, con 1000 millones de espectadores). ¿Pueden ustedes imaginar lo que eso significa, solo en términos de stage fright, de pánico escénico?
Y es que el deporte -es cosa que exploraremos más adelante-, no siendo arte, tiene mucho de show business: las presiones a que son sometidos sus actores son en casi todo punto afines. ¿Creen ustedes que el inmenso Roberto Baggio falló el penal que le dio el triunfo a Brasil en la final del Mundial Estados Unidos 1994 por falta de capacidad? ¡Era un virtuoso consumado del balón! Pifió porque no tuvo control sobre sí mismo: la circunstancia lo apabulló. Es cosa que se comprende fácilmente. ¡Pues bien, señores: para eso están los psicólogos, y es inexcusable que un equipo se prive a sí mismo de un puntal deportivo de semejante importancia! De nuevo, hoy en día, un cuerpo técnico será interdisciplinario… o no será. Aun cuando cada jugador tuviese su psicólogo, psiquiatra o psicoanalista privado, es necesario que un profesional asuma al equipo en tanto que colectivo, que conjunto, que organismo, y aborde aquellos aspectos de la conducta ligados al trabajo en consuno.
Y por favor, amigos y amigas: dejémonos de payasadas: cuando hablo de un psicólogo me refiero a un profesional debidamente acreditado, experimentado y munido de todos los atestados académicos del caso, no de un “mentalista”, un “motivador”, un “chamán”, un “médico brujo”, un “predicador”, un “hipnotista” de pacotilla o uno de esos personajes pasablemente carismáticos que se ganan la simpatía de la gente por el mero hecho de saber pungir los nervios más expuestos de la psique humana. En mi macondiana Costa Rica, el irresponsable técnico de la selección nacional contrató, en cierta ocasión, los servicios de un sociólogo (paisano suyo, por cierto). ¿Qué diantres tiene que ver la sociología con esa muy específica rama de la psicología que estudia las estrategias adecuadas para preparar a un atleta de cara a un evento competitivo? ¿Hasta cuándo seguiremos tolerando -peor aun, glorificando y “vedettizando”- a charlatanes de tal estofa? ¿Puede un sociólogo encargarse de la gestión psicológica de un equipo de fútbol ad portas de un campeonato mundial? Pues sí, en rigor, cualquiera que sepa “hablar bonito” y adoptar un tono vagamente paternal con sus pupilos podría fungir como psicólogo ad hoc: un veterinario, un proctólogo, un manicurista, un astronauta, un nigromante: poco importa. Pero el hecho es este: la psicología del deporte es una disciplina científica que ha generado una bibliografía profusa, seria y especializada y se beneficia, en nuestros días, de todo cuanto la neuroquímica aporta, a ritmo vertiginoso, al conocimiento de la conducta humana. La atención psicológica del deportista es constitutiva de su profesión, y tan importante como su tono muscular o su alimentación. No hay un equipo de prosapia en el mundo, al día de hoy, que no cuente en sus filas con un psicólogo -o mejor aún, con un cuerpo colegiado de ellos-. Su ausencia sería tan inconcebible como la del preparador físico o el masajista. Y repito: dije psicólogo, no cualquier atorrante, uno de esos farsantes, gitanos Melquíades que abundan en nuestras latitudes.
En abril de 2016 el Real Madrid cae en la Copa de Campeones de Europa -como ante la Juventus, el año anterior- por un error psicológico: subestimar al rival. “Exceso de confianza” es un “jugador” temible, un elemento que nadie quiere tener en sus filas. Es el más grande auto-saboteador de todos los tiempos, siempre aliado del equipo rival, un matador al lado del cual Pelé, Messi y Cruyff pasan por inocuos principiantes. La historia del fútbol sería otra sin esta sombra, este espectro que infiltra los más ilustres planteles, y los inficiona con su deletéreo veneno moral. Brasil en 1950 y 1982, Hungría en 1954, Argentina en 1958, Holanda en 1974 hubieran todos sido campeones, si no hubiesen cometido el error de alinear entre sus pléyades de virtuosos al señor “Exceso de confianza”. “¿Qué tendría el mejor equipo del siglo XX que temer del Wolfsburgo, rejuntado provincial de tercera categoría?” -fue el nefasto razonamiento que, consciente o subconscientemente, colonizó los espíritus del Real Madrid-. “¡Uf, qué alivio que no nos tocara contra el Manchester City!” Y haciendo una enorme elisión del “equipillo” alemán, comenzaron a preparar el duelo contra el rival que vendría después. Pero resulta que el fútbol no funciona así: en cada momento dado, hay un solo contrincante, y cualquiera es capaz de hacernos daño, ninguno carece de aguijón, tenazas, ponzoña, garras o colmillos para destrenzarnos en cuestión de segundos. Y fue así como, en su feudo, los teutones reventaron a las prima donnas del Real Madrid por 2-0. El equipo de una ciudad fundada en 1938 para aglutinar a las miríadas de obreros de la Volkswagen, tuvo a los astros merengues caminando sobre el borde de la cornisa, con los ojos vendados y un abismo de cien metros a sus pies (recobraron el resuello en Madrid, con victoria 3-0). Nacido en 1945, y virgen de copas de campeones, el Wolfsburgo hizo lo que mejor saben hacer los “pequeños”: derribar gigantes. El coeficiente UEFA del Real Madrid era de 167, 442 puntos, contra 53, 778 de los alemanes. Cristiano Ronaldo cobraba 17,5 millones de euros, frente a 4,2 de André Schürrle, la “estrella” del Wolfsburgo. Todos los números y cábalas se derriten ante la evidencia una y otra vez constatada: en última instancia son once hombres contra once hombres. Ganará el cuadro que purgue de su organismo al señor “Exceso de confianza”, no el que ostente el mejor cartel… pero los hay que nunca aprenden la lección. Aquí la psicología debe reclamar para sí su temps de parole, hacer valer su discurso en la multidisciplinaria urdimbre del fútbol.
Vuelvo a un punto apenas insinuado, párrafos atrás. ¿Cuál es la naturaleza del vínculo de un técnico con sus jugadores? ¿Padre e hijos? ¿Maestro y discípulos? ¿Director de orquesta y músicos de fila? ¿Jefe y empleados? ¿Lugarteniente general y soldados rasos? ¿Cardenal y frailecillos? ¿Seductor y seducidos? ¿Psicólogo y pacientes? ¿Confesor y feligreses? No existe una sola respuesta a este embroglio. Lo más probable es que, aun cuando tales funciones no figuren en la descripción oficial de sus competencias, un técnico termine, en mayor o menor grado, por ser all of the above -¡y aun otras facultades que no considero aquí!- No creo que esto sea deseable, pero constato que -dentro de una estructura rigurosamente vertical y jerarquizada como el fútbol- el técnico es, in fine, una figura polifuncional: más una suma de talentos que un talento puntual. Una cosa, por lo menos, es segura. Sea cual sea la dirección -las direcciones- en las que se prodigue, el técnico desarrolla su trabajo en dos esferas: la privada -intra muros-, esto es, todo cuanto sucede en los camerinos, luego la pública (sus declaraciones de prensa, sus instrucciones en el terreno de juego, lo que en él hace las veces de “texto” propuesto para la lectura de la afición). Técnicos inmensamente talentosos han fracasado a causa de su mala gestión de los “secretos de alcoba” de su equipo, de todo cuanto sucede en los vestuarios, ahí donde las instrucciones son giradas con otro tono, donde más que nunca se impone un precario equilibrio entre paternalismo, autoridad, distancia, respeto, disciplina, en suma, todo ese imponderable humano, que hace de su función algo tan arriscado. Un técnico está siempre sometido a una especie de referéndum o de plebiscito tácito. Aun cuando su contrato sea negociado para cinco años, estará, de facto, en posición interina: bastará con que pierda tres partidos consecutivos, y la luna de miel, los juramentos de amor eterno se convertirán en pira y guillotina pública.
Un rasgo de naturaleza “cinematográfica” basta para poner en evidencia el rol protagónico que el moderno técnico ha asumido. Ya no es un “actor de reparto”, sino una prima donna mediática, un galán de matinée o, siquiera, un memorable comediante o pintoresco personaje. Cuando vemos los partidos de los mundiales previos a 1978, advertimos que la cámara rara vez se entretenía sobre el banquillo o el cuerpo técnico: los jugadores captaban toda la atención. Hoy en día, los técnicos son constante objeto de primeros planos a lo Ingmar Bergman: por poco nos creeríamos en presencia de Liv Ullmann en Gritos y susurros o Sonata de otoño. Vemos sus poros, lunares, las gotas de sudor que corren por su frente, la forma en que se muerden el labio inferior, maldicen, vociferan, crispan los puños o gesticulan impotentes y exasperados. Y sí, ocasionalmente sucede que los veamos sacarse los mocos, tal el caso de Joachim Löw. El hecho no es anodino. El énfasis “actoral” del espectáculo se ha desplazado del terreno de juego a esa especie de paratexto -de nota a pie de página, si así lo prefieren- que es el banquillo. La mitad del partido consiste en la “lectura” del rostro del técnico. Su cara se convierte en un mapa, una terrible, delatora cartografía sobre la que podemos leer todas las incidencias del partido. Mapa de la tristeza, la euforia, la rabia, la impotencia, la victoria. El rostro se ha convertido en texto y en partido. Es componente integral -y fundamental- de la mise en scène.
El técnico es ahora el hombre “de los primeros planos”. La mutación se produjo durante el Mundial Argentina 1978, aunque, sobra decirlo, en aquel entonces la tendencia estaba lejos de alcanzar el nivel aberrante de “vedetismo” generado, por ejemplo, por Mourinho -más una enfermedad del fútbol que un técnico-. Con su cigarro bien empuñado, larga gabardina, cabellos en tremolina, el rostro velado por vagarosas volutas de humo, su fisonomía de poeta maldito o de filósofo existencialista, su aura a un tiempo fascinante, atormentada y enigmática, “el flaco” César Luis Menotti encarna ya la figura del técnico “primer-planista”. Con una clase y señorío que echo de menos, y ha degenerado, como todo, en el vulgar farandulismo de nuestros días.
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