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Foto del escritorBernal Arce

Deporte, magia, poesía y heroísmo


El director técnico se convierte en protagonista


Jacques Sagot


Con el proceso de “intelectualización” y con el advenimiento de un fútbol más cerebral y menos improvisatorio, comienza a cobrar inmenso relieve la figura del técnico. Es a partir de los años treinta que el “DT” emerge como “estratega” o “timonel” en el fútbol. Antes, su función era menos determinante, menor su potestad, y frecuentes eran los casos de entrenadores que, en el momento menos pensado, se ponían la camiseta del equipo y saltaban al terreno, haciendo al mismo tiempo las veces de técnicos y jugadores. De meros peones, los técnicos han sido catapultados al rango de vedettes mediáticas (faceta que Mourinho, por citar tan solo un ejemplo, cultiva sistemáticamente con sus bien calculados escándalos de tabloide). Hoy en día son tan bien pagados como los más célebres cracks, ocupan las portadas de las revistas de farándula, y los aficionados han llegado a apreciar y valorar más su trabajo. Hasta no hace mucho, la actitud era siempre la misma: si el equipo ganaba, era mérito de su egregio delantero centro. Si perdía, solo podía ser culpa del técnico, que no supo usar a sus hombres. Esta percepción ha cambiado. El aficionado tiene ahora más elementos de juicio para evaluar el rendimiento de un técnico. Era inevitable: el fútbol habiéndose hecho más abstracto -con lo cual no hace sino sumarse a la tendencia mundial en casi todos los ámbitos concebibles-, la labor del técnico -esencialmente intelectiva- es justipreciada como lo merece. No es, empero, un fenómeno que celebre incondicionalmente: ya hablaremos de ello.


Lo primero que cabe observar, es que los técnicos bien pueden pasar, hoy en día, por padres -cuando no abuelos- de los jugadores bajo su responsabilidad. Hay entre unos y otros una distancia generacional que antes no existía. Alberto Supicci, técnico del Uruguay campeón del mundo en 1930, dirigió a los charrúas con 29 años de edad. Juan López Fontana asestó el “Maracanazo” con 41 años. Mario Zagallo triunfó en México con 38. César Luis Menotti campeonizó con Argentina a la misma edad. Beckenbauer recibió la Selección de Alemania en 1984, meses después de su retiro como futbolista, también a los 38 años. En México 1986 la hizo subcampeona, y en 1990 ganó la justa celebrada en Italia. Klinsmann asumió la Mannschaft a los 39 años, y aunque no ganó, la condujo a un honroso tercer lugar. Técnicos como Alf Ramsey, Daniel Alberto Passarella, Michel Hidalgo, Carlos Salvador Bilardo, Marcelo Bielsa y Joachim Löw aceptaron el desafío de dirigir sus respectivas selecciones (con resultados variables) en la cuarentena. Pero las cosas han cambiado. Sir Alex Ferguson abandonó la dirección del Manchester United a los 71 años. Luis Aragonés hizo a España campeón de Europa en 2008, a los 69. Apenas un año más joven, Karel Brückner dirigía aun a la Selección de la República Checa. Con 67, Herberger entrenaba a la Selección Alemana, y Schön hacía otro tanto con 62. Zagallo, a los 67, todavía lideró a la Selección Brasileña subcampeona en el Mundial Francia 1998. La moderna tendencia apunta a un técnico en el que la experiencia es valorada sobre el entusiasmo y energía juveniles. Su primer atributo: la autoridad -que no es lo mismo que autoritarismo-. Y esa autoridad es inconcebible sin un status casi paterno con respecto a los jugadores. El técnico joven -primus inter pares con sus pupilos- es menos frecuente en nuestros días.


Es ya, para comenzar, inexacto hablar de “la función” de un técnico, siendo, su gestión, por naturaleza, multidisciplinaria: ser técnico es, en rigor, una suma de talentos, no una única facultad. Como “seleccionador”, el primero de sus hercúleos trabajos consiste en elegir aquellos jugadores cuyas aptitudes técnicas, físicas y anímicas mejor sirvan el proyecto colectivo que tiene en mente. Así pues, el técnico está limitado, a priori, por la materia prima de que dispone (ello es, a menos de que su institución tenga el contenido económico para adquirir a los mejores jugadores del planeta, y confeccionar un equipo “a la carta” con los especímenes más egregios en cada posición. Aún en estos casos, el éxito está lejos de garantizado: resta ver cómo se amalgaman los ingredientes de la compota: la historia del fútbol está plagada de equipos de estrellas que fracasaron estrepitosamente porque carecían de cohesión colectiva).


En general, conviene que el técnico sea maleable y, a menos de que disponga de una cantera inagotable de jugadores, adopte su esquema a las destrezas específicas de los hombres de su plantel. A lo cual se impone preguntarse: ¿es el jugador el que hace al equipo, o el equipo el que hace al jugador? ¿Fue Pelé grande por cuanto jugó en un Santos que era un cuerpo de ballet futbolístico, o devino el Santos legendario gracias a las proezas estrictamente individuales de Pelé? El Ajax sin Cruyff, el Bayern sin Beckenbauer, el Barcelona sin Messi, ¿serían recordados como equipos míticos? La respuesta es, en mi opinión, que la relación jugador-equipo es circular y estrictamente dialéctica. No: Pelé no hubiera sido Pelé si jamás hubiese salido del pueblito de Três Coraçoes, pero el Santos tampoco habría pasado a la historia sin la genialidad de Pelé. La relación que determina el vínculo gran jugador - gran equipo de fútbol es, justamente, el tipo de causalidad que Edgar Morin llama “organizacional recursiva”. El crack es causa de su equipo, pero el equipo es, a su vez, causa del crack.


A todo esto, cabe preguntarse: ¿no son los jugadores, en el terreno de juego, otra cosa que piezas de ajedrez en las manos de ese mastermind que es el director técnico? La respuesta a esta pregunta ha variado a través de la historia. Algunos técnicos demandan de sus jugadores estricta adherencia a sus planes, otros les conceden a los futbolistas mayor libertad para improvisar sobre la marcha. Cuando se tiene a Maradona en el terreno, insensato sería pautarle un libreto demasiado rígido. En el Mundial México 1986, Bilardo se limitó a recostarlo hacia la izquierda (natural, dado que se trataba de un zurdo), y lo dejó hacer su juego. En el Mundial Chile 1962, una vez establecido el andamiaje 1-4-2-4 de Brasil, las instrucciones de Moreira fueron más bien simples: meterle balones a Garrincha: él, solo, se encargó de “inventar” in situ, ad hoc y ex-cathedra, casi todos los goles del equipo. Cuando se cuenta con jugadores absolutamente superdotados, es mejor dejarles espacio para que su creatividad se exprese de manera libérrima.


La gestión de Guardiola al frente del Barcelona (2008-2012) nos ofrece un buen ejemplo de la relación circular que se establece naturalmente entre un gran técnico y un gran jugador. Guardiola se benefició de Messi, y Messi de Guardiola. Si el técnico lo hubiese sub-utilizado, mal ubicado en el terreno, o aislado de Iniesta y Xavi, el fenómeno argentino no hubiera podido crecer… Y correlativamente, Guardiola nunca habría cosechado los éxitos que logró durante su reinado.


El técnico que, en mayor medida, ha operado como auténtico demiurgo, construyendo, esculpiendo, modelando su equipo desde sus bases mismas, es, para mí, Rinus Michels. Él descubrió a Cruyff, y cinceló -para que conformase con su escuela futbolística- a una generación de jugadores que supo convertir en mecanismo de relojería de altísima precisión. Digo “cinceló” porque, en efecto, tuvo que trabajar arduamente para dotarlos de las múltiples destrezas que se esperaban del “jugador total” (cuando debutó con el Ajax, en 1964, a los 17 años de edad, Cruyff era un muchacho filiforme y espiritado: fue preciso “esculpirle” masa muscular para que se transformase en el completísimo jugador que conocemos). Un Garrrincha, un Pelé, un Rivelino (“o reizinho do parque Sao Jorge”) podían auto-formarse jugando en la plaza de su pueblo -a veces con naranjas, balones confeccionados con ropa vieja, cualquier cosa que rodase-, pero los once jugadores polifuncionales de la “Naranja Mecánica” -nadie sabe “naturalmente” marcar tan bien como atacar, anotar, organizar juego, distribuir balones, desbordar por las puntas- fueron obra, íntegra, de Rinus Michels. Para establecer una analogía cinematográfica, con Michels estamos en presencia de un fútbol “d´auteur” (de autor). La “Naranja Mecánica” de 1974 es -puedo afirmarlo sin la menor dubitación- la más prodigiosa expresión dinámica colectiva que el fútbol ha visto desde su invención. Es posible que el único de sus jugadores que calificase como “genio” fuese Cruyff (acaso también Neeskens), pero en tanto que ensamblaje -marejada futbolística, habría más bien que decir- jamás he sido testigo de fenómeno semejante. El Brasil de 1958, 1962, 1970, 1982 y quizás 2002, tenía en sus filas más genios per capita, pero jamás exhibió un funcionamiento colectivo comparable: una verdadera orquesta de cámara. Con un portero “de mentirillas” llamado Jongbloed… Quizás Holanda asumió que con tal engranaje ofensivo-defensivo podía prescindir de guardameta: por poco estuvo en lo correcto. Para mí, Michels es el más grande estratega de la historia del fútbol. Un revolucionario, un innovador: el equivalente de Bronstein, Tahl, Fischer y Kasparov en el ajedrez.


Otros técnicos son recordados por su férrea autoridad: los suyos fueron “reinos del terror”… ¡pero inmensamente eficaces! El mítico Sir Alex Ferguson comenzó en 1974, cobrando 40 libras por semana entrenando a un equipo que ni siquiera tenía portero oficial: el East Stirlingshide. El delantero Bobby McCulley afirmó: “nunca le he tenido miedo a nadie, pero Ferguson fue un bastardo terrorífico desde el principio”. “Furious Fergie”, también conocido como “The boss” llegó a castigar a uno de sus jugadores del Aberdeen -John Hewitt- por adelantársele en una vía pública. En 1974 asumió la dirección del Saint Mirren, que pugnaba por no descender a la tercera división del fútbol escocés. Tres años después, era campeón de la primera división. Y luego, por supuesto, sus veintisiete años al frente del Manchester United (1986-2013), que lo convirtieron en uno de los técnicos señeros en la historia del deporte.


César Luis Menotti, por su parte, cambió para siempre la historia del fútbol argentino con el triunfo a domicilio de la Albiceleste, en 1978, introduciendo disciplina, inteligencia táctica y pragmatismo en una selección que, si nunca había carecido de grandes talentos, requería perentoriamente una “modernización”, y absorber los más valiosos rasgos del fútbol europeo. La Argentina de 1978 jugó “a lo latino” (con un virtuoso como Ardiles), pero también “a lo europeo” (un recuperador de balones, un gladiador, escoba del medio campo, llamado Américo Gallego: los equipos latinoamericanos habían fallado, históricamente, en la contención, en el juego sin balón, en la cobertura de espacios).


Y luego dos monstruos, que por su palmarés no admiten comparación alguna: Mario Lobo Zagallo y Franz Beckenbauer, las únicas figuras que fueron campeones del mundo como jugadores (el primero en 1958 y 1962, el segundo en 1974) y como técnicos (el brasileño en 1970, y el alemán en 1990). El currículum de Zagallo es, empero, más abultado, toda vez que también fue parte -como asesor técnico de Parreira- de la selección brasileña campeona en el Mundial Estados Unidos 1994, y luego reasumió la dirección absoluta del equipo subcampeón en el Mundial Francia 1998. A esto debemos sumar su Copa América de 1997 (ganada en La Paz, a 3 650 metros de altura, donde nadie doblega al equipo boliviano), la Copa Confederaciones 1997, y un rosario de galardones que se desearía el mariscal Zhukov, del Ejército Rojo. Nadie más, en la historia de este deporte, puede ostentar atestados tan avasalladores. Ya estudiaremos in extenso los méritos de Zagallo como director técnico. Bástenos por el momento mencionar la ocurrencia de cierto columnista deportivo, quien considerando el magnífico gesto consistente en acoplar a cinco dieces en la Selección Brasileña de 1970, sugirió que a Zagallo se le concediera el Premio Nobel de Fútbol.


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