Jacques Sagot
La injusticia: el diamante de nuestra perversa corona moral
El futbolista contemporáneo es una víctima antonomástica del “exitismo” actual, de la aberrante concepción dual del mundo en winners y losers. En el deporte, para que haya ganadores, debe haber perdedores, y es perfectamente natural –¡más aun, imprescindible!– que todo futbolista entre al terreno de juego queriendo ganar. Pero esa configuración binaria de la vida como victoria o derrota –concebida a modo de diagnóstico para toda una gestión vital– es deletérea. Ninguna victoria es absoluta, ninguna derrota es absoluta. Y, por otra parte, todos ganamos algunas cosas, y perdemos otras.
Shakespeare escribió alguna vez: “Los errores de los hombres serán grabados en el bronce. Sus virtudes serán escritas en el agua”. Es una muy humana abyección, que el deporte ilustra perfectamente. Si yo digo “Martín Palermo”, ustedes me responderán de inmediato: “¡Claro, Jacques, el pésimo delantero argentino que botó tres penales con su selección, en el partido que esta perdió contra Colombia en la Copa América jugada en Paraguay, en 1999!” Sí, amigos y amigas: eso hizo Palermo. Después de errar el primer penal, persistió (contra las indicaciones del técnico Marcelo Bielsa, quien designó a Ayala para cobrar las otras faltas), en ejecutar otros dos penales… y en la peor tarde de su vida los pifió todos. Bueno, estas cosas pasan. A decir verdad, yo aplaudo la determinación y la testarudez de Palermo. Pero claro, nadie recuerda, por el contrario, que ese mismo “incompetente” es el máximo goleador histórico del Boca Juniors, el equipo matricial de Maradona, que ciertamente ha producido goleadores galore. En efecto, con 236 goles en faltriquera, Palermo es el tercer más grande goleador en la historia del fútbol argentino, y el máximo artillero del Boca Juniors. Pero eso nadie lo recuerda, eso nadie lo comenta, eso nadie lo celebra. Pudo más la caliginosa leyenda de una tarde aciaga en que erró tres penales, que la trayectoria fulgurante de una vida entera. Así es el despreciable bicho humano. Toda la gloria deportiva de Palermo fue escrita en el agua. En cambio, abundan en Youtube –y están grabadas en bronce– las escenas de sus tres pifias frente al portero colombiano. Esto dice poco de Palermo, y dice muchísimo de la naturaleza humana. Un tratado antropológico podría ser escrito al respecto.
Otro caso. La historia del ajedrez quiso que Boris Spassky fuese recordado como el loser que perdió contra Bobby Fischer el llamado “match del siglo”, celebrado en Reikiavik, Islandia, en 1972, en pleno ápex de la Guerra Fría (Nixon y Brezhnev se mostraban los colmillos y gruñían uno al otro desde ambos lados del océano Atlántico). Sí: Fischer barrió a Spassky, con un marcador final de 12½. – 8 ½. El noble y principesco Boris fue la víctima de ese psicópata y asesino serial de los 64 escaques que era Bobby Fischer. Pero resulta, amigos y amigas, que Spassky era un genio del ajedrez: conquistó el cetro mundial en 1969 derrotando al entonces campeón mundial, el armenio Tigran Petrosian, un verdadero búnker inexpugnable con paredes de granito de dos metros de espesor. A los cinco años de edad era ya un niño prodigio del ajedrez. A los diez años derrotó categóricamente al entonces campeón mundial Mikhail Botvinik, para la perplejidad del mundo entero. Fue dos veces campeón de la Unión Sovética. En sus diversos sprints hacia el título mundial sojuzgó holgadamente a genios de la magnitud de Geller, Keres, Larsen, Korchnoi, Tahl, Horst, Byrne, Portisch y Petrosian. El suyo era un estilo mimético, camaleónico, universal: se adaptaba como plastilina al modo de jugar de sus rivales, y los derrotaba dándoles a probar de su propia medicina. A Petrosian lo venció jugando “a lo Petrosian”, a Tahl lo barrió jugando “a lo Tahl”: jamás se ha visto una capacidad adaptativa y una versatilidad comparable a la de Boris Spassky. Un día de estos analizaba una de sus victorias contra Geller, y quedé patidifuso ante el jaque mate que le aplicó… No lo vi venir por ningún lugar, fue una fulminación, un coup de génie, una maniobra que no puede sino surgir de un intelecto absolutamente sobredotado para el ajedrez. Y sonriendo solo ante esta maravilla, atónito, casi incrédulo, me dije: ¿cómo es posible que a este monstruo el mundo lo recuerde únicamente en tanto que el frágil y doblegado campeón que Fischer masacró en 1972? Todavía al día de hoy, con 86 años de edad, y casi ciego a causa de dos derrames cerebrales, Spassky juega rondas de exhibición de simultáneas, y arrolla, sin despeinarse, a sus oponentes.
Tercer caso: el mítico Luis Ángel Firpo, apodado “El toro salvaje de las pampas”, tremebundo púgil argentino de los pesos completos. Es recordado porque el 14 de setiembre de 1923 perdió la llamada “pelea del siglo” contra el legendario campeón mundial estadounidense Jack Dempsey. Era la primera vez que un peleador iberoamericano alcanzaba este decisivo pináculo profesional. Lo que la gente suele no saber es que en esa pelea Firpo sacó del cuadrilátero a su rival, después de una cantarada de golpes. Dempsey –cosa insólita en el boxeo– salió expulsado del ring por la potencia indómita del “Toro”, fue a rodar aparatosamente sobre las mesas de los jueces y periodistas, y solo logró regresar al cuadrilátero, aturdido y balbuciente, gracias a la ilegítima ayuda de sus asistentes y torcedores. Luego se recuperó y terminó ganando la pelea by the skin of his teeth. El combate le fue robado a Firpo: Dempsey duró milenios fuera del ring, y el árbitro no ejecutó entretanto la cuenta hasta la fatídica cifra 9. Fue una acción asquerosa, un hurto, un pillaje deportivo. Pero además de esto, “El toro salvaje de las pampas” fue dos veces campeón sudamericano de los pesos completos, y libró un total de 54 peleas, demoliendo como si de figuritas de arena se tratase a casi todos sus contrincantes. Inspiró dos películas: La vuelta del Toro (Campogalliani, 1924) y Nace un campeón (Ratti, 1954). En 1980 le fue conferido el premio Konex, como uno de los cinco mejores boxeadores de la historia. Julio Cortázar habla de su pelea contra Dempsey en La vuelta al día en ochenta mundos. Uno de los mejores equipos de fútbol de El Salvador lleva su nombre. Por cierto, Jack Dempsey y sus secuaces adquirieron la única copia que había de la pelea contra Firpo, y extirparon de ella los 17 segundos en que el estadounidense se paseó como un sonámbulo entre el público, antes de ser empujado nuevamente al cuadrilátero (acción evidentemente ilícita y de todo punto de vista reprensible). Paradójicamente, Dempsey no logró con ello otra cosa que cimentar aún más la leyenda de su eyección fulmínea del cuadrilátero, producto del aluvión de impactos de su formidable rival. Así las cosas, amigos y amigas, ¿por qué grabar en el bronce esta amañada e injusta pelea, y escribir en el agua el panorama global de una carrera relampagueante como pocas?
¡Cuán mezquino, cuán avaro de cumplidos, cuán reticente al reconocimiento del mérito y la gloria de los demás es el espernible bípedo, mamífero, primate y homínido conocido como “ser humano”! (y créanme: yo no soy mejor que cualquiera de mis congéneres). Me avergüenzo de mi especie, de mi taxonomía biológica, y de mí mismo. Y me sonroja mi condición tanto más por cuanto en mi vida me han sobrado egregios modelos de magnanimidad, de generosidad, de bonhomía (Franz Liszt, Gyorgy Sándor, Yves Debroise, Irwin Hoffman, Robert Roux). Me dijeron el listón muy alto, ¡ay!, muy, muy alto. Tendré que crecer éticamente. Aún tengo tiempo para hacerlo. Es lo que también invito a hacer a aquellos de ustedes que, al igual que la vasta mayoría de los homo sapiens que hoy recorren los caminos de la Tierra, tiendan a grabar los errores de los hombres en el bronce, y escribir sus virtudes sobre el agua. Invirtamos ese patrón de conducta: no es tan difícil de lograr. Yo lo he conseguido ocasionalmente, y es un pequeño triunfo íntimo que me genera profunda satisfacción.
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